Bendito sea el caos, porque es síntoma de libertad
Escenario apocalíptico. Desconcierto y Melancolía. Desorganización estructural. Existen numerosas teorías acerca del alimento natural de la expresión artística. La inspiración ha sido un cauteloso enigma para aquellos pensadores de la historia. Y el caos universal, una respuesta cercana. En Medios Lentos, invitamos a la pausa reflexiva.El célebre pintor español Pablo Picasso nos advertía: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. Entre todas las magias comunitarias de nuestra especie, concebimos la presencia de una fuerza no visible que produce. El artista funciona como mediador entre la imparcialidad subjetiva y la materialidad. Asimismo, podría inventarse como una prestigiosa partitura: la simbología escrita de una abstracción. Abrir las puertas de una quimera ha sido, desde un comienzo, tan posible como la Religión. Pero difícilmente comprobable. Y es allí donde los escritores y filósofos juegan al laberinto de significaciones. Conjugan ideas al punto tal de la locura. Recuerdan al personaje anónimo, coleccionan verosimilitudes, respuestas disponibles.Bien. Entre la telaraña de sintaxis, el interrogante se vuelve nítido: ¿Cómo surge la inspiración?, y aquí todo se transforma en paradoja. Pues, seguramente, sea la vez primera en la cual nuestra condición de ser precede el orden de las interpelaciones, a punto tal de anhelar en mayor medida el camino de la consecuencia y no el tránsito del esclarecimiento de su umbral. Y es aquí donde la pluralidad obtusa de una burguesía fanática y cosmopolita afirmaría que la naturaleza duerme en la indagación persuasiva sobre los vocablos y representaciones de la felicidad. Todo es un sonido hambriento. Allí, un fantasma seca su vientre lejos del sol.“El caos es un orden sin descifrar”, entre las lunas, José Saramago dilucidaba sus espejos, introducía un debate sin numerosas herramientas de la ciencia moderna. La tormenta se vuelve paz, el monstruo fantástico, un amigo fiel. Los huesos rotos, una nueva forma de caminar. El llanto, un paño húmedo para el desierto epidérmico. La locura, un goce de sentidos placeres, un éxodo al género de las alas. El grito, un mero desperdicio de guerreros carnales, en la muralla de la expresión. Y el punto conclusivo, una felicidad íntegramente sempiterna de la oscuridad. Una visión sombría que no revela verdades materiales sino contingencias naturales de los imposibles más cercanos a la perfección. Una iluminación de sombras. El Caos, esa palabra que remitía a la catástrofe de una especie enfermiza sería, para la profecía artística, una fruta madura. La exquisitez de una aspiración agraciada. Un color primario entre las dubitaciones.
Cuando era pequeño, la soledad era el tinte mágico de mis experiencias deambulas por el universo de la semántica. Allí, el tacto era una circunstancia. Pese a todo, la culpa era un antecesor a mis principios. Era una cuestión de sabiduría (Rotundamente imberbe) la declaración de una constitución individual tan indiferente hacia ese matiz sediento llamado bienandanza, prosperidad… y en mis viajes, retratos de brújulas y diccionarios, se hospedó frente a mí una figura paternal, un cúmulo de prodigios y milagros, mi Profesor de Arte, el queridísimo Adrián Giachetti.
En su taller de San Martín (universo paralelo y ficcional, alumbrado con imposibles), me regaló un grabado en madera con una representación de Jesús crucificado: allí tronaba un escenario enloquecedor, tenebroso, víctima de un hercúleo bombardeo aéreo. La mixtura de los tiempos del Caos. Del terror. La inspiración. Allí comprendí e interpreté. Mi pequeña alma inconsciente desarrollaba sus pequeños talones en búsqueda de panoramas, que revelaran más allá del Muro. La declaración de mi organización. Bella combinación entre magnetismo artístico y contexto. Con una imagen, porción de abstracción idealista, aquel Maestro me enseñaba a leer la vida y el origen de la iluminación. Para el artista, no existe un mejor paraíso que el caos. La sonrisa será, para nosotros, un desnudo elemento del espectáculo, será horizonte diseñado para los concretos. Nos hundiremos en la condena de lo indeseable, para abrazar al perdido con encantamientos.
El ostracismo empalaga. Una llama viva, no significa fuego ni calor. Un desfile de dientes alineados, no nos remite a la dulzura de una boca frutilla. El poeta que juega con el viento es libre. El músico que logra transformar una institución en Si bemol es libre. El pintor que hace del sueño una pincelada, es libre. El artista es libre. Y la felicidad es un desorden burocráticamente estructurado para ser adonis. Allí, el artista es servidor, y pierde su ecosistema, cae y rebota en la cotidianidad, en la insatisfacción amarillista. Se desnutre, adelgaza sus discursos. Muere.
El célebre escritor ruso Isaac Asimov lo parafrasea con intelectual condimento: “Le faltaba irregularidad, le faltaba el caos de la vida permanente en la que una habitación o incluso sólo una mesa, se adapta a las sinuosidades y fluctuaciones de una personalidad particular”.
La caverna refugia el espíritu observador, esa latencia entre la nada y la eternidad. La percusión medieval renueva las venas de una impertinencia propia del vanguardista. No le den manzanas al arte, porque allí es natural la prohibición y denota una carencia de estudios creativos. El artista no espera, busca la salida hacia el despoblado arenal en búsqueda de concepciones, y deja a la figura de Dios en un estado de ebriedad y extravagancia. Ellos transforman la agonía en paradoja, y la presencia en cuerpos efímeros desquiciados por la conquista del saber. Regalar una pequeña paranoia es destacar el movimiento por sobre todas las peculiaridades.
“Yo, como el archidemonio, llevaba un infierno en mis entrañas; y, no encontrando a nadie que me comprendiera, quería arrancar los árboles, sembrar el caos y la destrucción a mi alrededor, y sentarme después a disfrutar de los destrozos”, confesaba la dramaturga inglesa Mary Shelley. ¿Será, la inspiración, el diablo en la botella? No encontraremos oro del valle, pero escucharemos una bellísima canción y seremos testigos del relato complaciente. No tendremos diamantes en las vestiduras. Sin embargo, seremos el coro de la invención, desterrando todo parsimonioso embarazo divino. Allí, la musa busca improvisar con el artista, jugando a ser héroes del Medioevo, correteando entre los crepúsculos del veneno, resplandeciendo la tierra con los suspiros del pueblo y su historia. La extrañeza agrieta los ojos, despierta el sentido y nos sumerge en la proyección etérea. Nos invitan a pasar, allí no hablan de ti, ni de mí.
AutorPablo Sturbapablo@medioslentos.com