El pasado 14 de mayo, el mismo día que falleció B.B. King, uno de los últimos maestros auténticos del género, escuché a Joaquín Sabina cantando y mencionando al blues. También escuché a Ricardo Arjona mencionando de refilón al blues. Traté de entender lo que quería decir uno de ellos. No pude evitar mandar al cuerno al otro.
En el caso de Sabina, quiero pensar, se trataba de un intento sincero de trascender por encima de la idea estereotípica del ciudadano español que define mentalmente al estadounidense en términos de John Wayne, James Dean o Marilyn Monroe. Y, muy a menudo, exclusivamente en esos términos. (Qué rayos, para los españoles, dos de los cincuenta Estados Unidos – Alaska y Wyoming- cantan o cuentan chistes). Aun así, no le veo mucho más que la aplicación de la escala musical pentatónica a un par de esos típicos poemas magistrales del Flaco, pero con el geoposicionador apuntando al recodo de algún camino vecinal en Tulsa, no a algún antro congelado en el tiempo en Jackson, Mississippi, o en Memphis. (Coño, Joaquinito, tú sabes más que eso.) En otras palabras, una creación musical que respeta la forma, pero no la sustancia. Del Profesor Jirafales del Pop, ni hablemos. Rimar por rimar.
Acá en Nuestramérica, desde luego, se pierde algo en la traducción. Nuestros trovadores, de todo tipo y género, disponen de mecanismos para volcar su pesadumbre muy distintos a los de estos artistas del blues. El latinoamericano lleva la poesía en la sangre, y muy a honra nuestra. Ese lirismo a veces nos lleva a simplificar el blues. Tomarlo como música simplona es fácil. Subestimarlo es poco menos que torpe (y más si lo hace alguien que se compare a sí mismo con rubios en Harlem).
El blues (o más apropiadamente, los blues) no es meramente un «estilo.» No se trata de tocar la escala pentatónica con una nota extra, añadida para evitar el aburrimiento. No es contar historias de mala suerte en doce compases. No es música de depresión (el bossa nova y su correspondiente «saudade» –de la misma que se quiso zafar en sus inicios- sobrepasa por mucho la melancolía del blues). Tampoco es música de angustia (par de palos del flamenco, con toda su pathos digno de navaja aplicada a las muñecas, ofrecen muchísimo más drama al que lo escucha). El blues es quizás un poco de todo eso… pero es muchísimo más que eso.
El blues es hijo de la música comunal africana, desarraigada de su raíz por causa de la trata de seres humanos esclavizados traídos a las Américas. El esclavo negro, solo con su pena, obligado a trabajar de sol a sol, refraneaba en cantos y lamentos mientras laboraba en la plantación. En algún momento sus compañeros le llegaron a hacer coro. Los fines de semana, el religioso blanco, al instruirle en los rigores de la religión cristiana –de por sí, bastante cargada de rigor y drama- le permitía al esclavo impartirle las inflexiones de la música ancestral a los himnos religiosos del domingo. A lo mejor, de vuelta al barracón, el esclavo improvisaba melodías con un palo arqueado y una cuerda, una cítara de pobre a la que alguna vez se le llamó “diddley bow”. Y cantaba a veces sobre Dios, pero también sobre algún sincretismo que mantenía vivo a espaldas de los amos. (Ejemplos similares tenemos en el Caribe, en Perú, en Uruguay…)
Con el tiempo, al ceder la desconfianza del patrón, le permitieron al esclavo tener acceso a alguna guitarra, o a alguna armónica. Y con alguno de estos instrumentos, los lamentos adquirieron estructura. Y algunos de esos lamentos dejaron de ser lamentos. Quizás se convirtieron en meras quejas, con sus salpicones de humor. Quizás lamentaron la pérdida de un amor, pero más a menudo cantaban sobre la interacción accidentada con ese amor, sobre cosas tan triviales como que la pareja roncara al dormir. A veces relataban un problema más serio: la pareja no soportó más al que cantaba, y lo dejó triste, afligido y sin rumbo. Si la pareja no murió antes. Algunos blues hicieron buen uso del doble sentido –y a veces el triple sentido- para sugerir… o en el caso de algunas cantantes de blues, como Lucille Bogan, abiertamente exigir la atención de la pareja. En muchos otros casos, se trataba de los lamentos propios de la condición de ser pobre, esclavo, y negro en un mundo racista dominado por blancos. En muchos otros, eran cantos de reafirmación propia. Cuando Muddy Waters cantaba “I’m A Man,” (“Yo soy un hombre”), no necesariamente cantaba sobre una reafirmación macharránica del ser… sino de la reafirmación del hombre negro, cansado de que los blancos le infantilizaran y le trataran de “boy…”
Por sobre todas las cosas, los cantos del esclavo no buscaban abstraerle en el dolor, sino aliviarlo. Quien canta o toca los blues busca alegrarse – es la forma de sacarse la tristeza del sistema. Esa es la primera omisión que se pierde en la traducción del inglés al español. Y sí, Sabina es maestro del humor, la sorna y la socarronería en algunas de sus canciones, pero Garcilaso jamás escribió blues. Dudo que sus herederos endecasílabos lo logren si no aflojan el rigor de sus formas.
De hecho, el blues no se complica tanto la existencia. Es un género que canta estrofas de tres versos, adaptados a melodías de doce compases, con solamente tres acordes… se trata de cantos esencialmente sencillos. Cualquiera los puede hacer suyos. Pero si bien sus orígenes son africanos, y su desarrollo es afroestadounidense, el blues bien sentido, bien entendido, bien interpretado, no requiere de un artista portador de determinado fenotipo para ser real. “Me importa poco si Eric Clapton sea blanco, negro o verde, ¡si tiene los blues, él te los va a dar!” decía una vez Ray Charles de quien probablemente sea el artífice más excelso de los blues eléctricos. Y Dios Clapton nació en Surrey, en Inglaterra, bastante lejos de Dockery, Mississippi, la cuna de los blues. Eso nos da esperanza a los que intentamos tocarlos de vez en cuando… de sonar auténticos, alguna vez.
Lo que sí requieren los blues es sentir. Y sin ese sentimiento, el adoptar los patrones rítmicos y musicales del blues es un ejercicio en futilidad. El dolor es real cuando está presente. Es dolor del desarraigado –esta vez no tanto del esclavo africano, sino de su descendiente “libre”, solamente de nombre. Del itinerante, del que vive donde estén él y su maleta, del que pasa privaciones a diario en empleos de subsistencia, por el prejuicio, por la pobreza, o –ya por superstición, ya por creencia firme en el destino- por la mala suerte. No es secreto que una cantidad substancial de los más afamados trovadores del blues fueran alcohólicos, pero contrario a la música country de los blancos (que menciona al whiskey a cada rato), el desahogo de la mayoría de estos trovadores no ocurría a través de las letras… sino mediante las notas de su guitarra. Muchos de estos trovadores vivieron dando tumbos por el mundo, a lo mejor creando genialidades que, re-empacadas de otra forma, fueron el combustible para múltiples fuegos musicales posteriores.
Los blues, armados con una sección de vientos de criollos de origen franco-español, pasaron por los salones de baile (¿y acaso los prostíbulos?), adquirieron fragancia de jazmín, y se convirtieron en “Jass,” nombre que fue luego deletreado mal a propósito (Jazz), para evitar malos entendidos y comparaciones anatómicas en inglés. Luego, los blues fueron la base de muchas variantes del jazz… hasta que el género se salió de control y dejó de ser bailable, en tiempos del bebop. Los blues adaptados a la corriente del momento recibieron el nombre de “rhythm and blues”, que era más bien el blues convertido en baile, poniéndose los pantalones largos que les proporcionaba la orquesta. Tocados por blancos, esos mismos ritmos del blues acelerado no sonaron muy sinceros… hasta que Sam Phillips encontró a su “muchacho blanco con el sonido negro y el sentimiento negro”. Otro oriundo de Mississippi, esta vez de Tupelo.
Y aparte de Elvis, que no cruzó el charco hasta Inglaterra porque su manejador le temía a la justicia europea, unos pocos artistas estadounidenses fueron a visitar el Reino Unido, donde los jóvenes británicos deseaban reencontrarse con los orígenes de esta música rara. Algunos la estudiaron con rigor casi académico. La imitaron, cuanto mejor pudieron, y procuraron observar hasta los suspiros de todos estos trovadores del blues que, por fin, salían del sur de los Estados Unidos a recibir la honra que les negaban en su propio vecindario: T-Bone Walker, Muddy Waters, Albert King, B.B. King… A algunos, como a Willie Dixon, les regrabaron sus canciones (en una que otra ocasión, sin crédito y sin regalías). Otros escarbaron mucho más en el tiempo, y redescubrieron a cantantes como Robert Johnson (y sí, a Johnson también le regrabaron sus canciones sin crédito). Y con algo de amplificación y actitud bombástica, el blues negro se convirtió en el heavy blues blanco, que rectificado con la infusión de un extraterrestre llamado Jimi Hendrix, afín a la raíz, el blues se transmutó en heavy metal.
Pero algunos pocos, como Clapton, sabían que tenían que mostrar sus respetos a los mayores. Lo mismo hizo Stevie Ray Vaughn, o más tarde Joe Bonamassa, en Estados Unidos. El blues, que fue banda sonora del trabajo, costó trabajo, y de esos trabajadores del blues quedan cada vez menos, y la labor de estos músicos se acerca a la de los precursores con respeto, por sobre todas las cosas. Ha sido mucha la interacción entre estos artistas y los originales, y el mejor crédito que merecen es la bendición de los precursores, en múltiples grabaciones hechas en tiempos recientes. Dan Aykroyd, la mitad viva de los Blues Brothers del cine de comedia, propuso recientemente grabar y rescatar a los trovadores originales que quedan vivos. Todos ellos saben –sabemos, porque me atrevo a incluirme- que esa esencia es demasiado importante como para reducirla a una fórmula. Por tanto, cuando Clapton mostró sus respetos a B.B. King la noche del 14 de mayo a través de un video en las redes sociales, su rostro apesadumbrado dejaba entrever que alguna parte grande de su existencia dejaba de existir también. Cara digna de blues… Amén, Dios.