“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin daros cuenta que sois la razón de lo mismo que acusáis”. Sor Juana Inés de la Cruz.
Se escaparon en ropa de trabajo, es decir, corpiño y bombacha, por el portón de atrás del patio del prostíbulo que parecía un palacio, mientras ingresaba la policía a allanar el lugar, aviso previo.
Corrieron en línea recta varias cuadras mientras que las otras menores no pudieron, y fueron trasladadas en automóvil hacia el lugar seguro, como ocurría habitualmente.
Más agitadas por el terror y la ilusión de la libertad que por el pulso cardíaco, llegaron a la Iglesia en donde ingresaron rápidamente y buscaron al cura.
De inmediato las cobijó; las cubrió con la ropa que había en el galpón parroquial esperando que culminara la colecta anual; las alimentó disculpándose por no tener más que sopa, pan y unas pocas verduras, porque acostumbraba comer en casa de los feligreses, las ovejas de Jesús…
Le pidieron descansar un poco, luego de que el estrés y la seguridad de que por fin estarían en la puerta de la libertad, les cayeron encima desplomándolas…
Nunca supieron cuántas horas, minutos o años fueron, porque en cautiverio perdieron la noción del día y la noche; del dolor, del amor y la libertad…. Sí, perdieron la noción de libertad, ese concepto universal del que el Aquinate con reminiscencia aristotélica, luego nos enseñaría a derivar a partir de que “el bien debe ser obrado y el mal evitado”, todo el resto de normas escritas o positivas, más allá de la discusión filosófica.
Cuando todavía el sopor las invadía; el cuerpo no les respondía; los pulmones les quedaban chicos y el corazón se agrandaba en la esperanza, el Padre las subió a su camioneta negra, presuroso, y comenzó a manejar en las oscuridad…. ¿Cuántas cuadras; cuánto tiempo? No lo sabían, y la oscuridad de sus pupilas que estaba en composé con la de la noche, no les permitía saber hacia dónde iban…
De pronto, uno de los picos del palacio comenzó a hacerse más nítido por las luces y el otro emergía por detrás del primero, al compás del movimiento del vehículo.
No sabían si el corazón les latía; los pulmones sobraban ya y el cuerpo comenzó a desentumecerse de golpe: los príncipes se acercaron, agradecieron al Padre, y recobraron sus pertenencias que, en ese momento, ni lágrimas tenían y sólo poseían la certeza de que la quietud y las disculpas, apenas si mitigarían en algo el “merecido castigo” que en breve sobrevendría.
El Padre volvió a cerrar la Iglesia, y luego a cenar en el hogar de alguna de sus ovejas, que nunca hubieran soñado estar dándole de comer al mismo lobo, y menos aún hubieran entendido por qué el lobo no atacaba esas ovejas, pero sí otras.
El Palacio continuaba iluminado y esplendoroso; los príncipes estaban gordos y alegres; las princesas tristes, llorosas, sumisas y resignadas. Todo tal cual, como en la mayoría de los cuentos.
Es que no hay vuelta de hoja…. Como decía Santo Tomás de Aquino “cuando el palacio no tiene letrina, todo el palacio se convierte en letrina”.
Nuestros palacios…: ¿Tienen letrina?
Nota: fragmento real y adaptado, de la testigo L.T, en el juicio de mi clienta, MARITA VERON.