Réquiem para un juez


Sucedió en Puerto Rico, pero los argentinos saben la consternación que causa una noticia de este estilo –que sea un fiscal en vez de un juez-. No solamente es chocante que un juez, en plena carrera, aparezca muerto en circunstancias no muy claras, sino que se tratara del juez de un caso tan notorio para el país. Cuando eso pasa en un país, el que sea, el país entero se aturde. Se trata de un acto de pérdida de inocencia colectiva, así el país haya perdido bastante de su inocencia en múltiples golpes anteriores a su conciencia.

Fiquito 104
Caminando por la farmacia una tarde me encuentro a un antiguo compañero de clases. Nos conocíamos desde niños, estudiamos unos seis años juntos en el colegio, y luego se hizo novio de quien luego, tras terminar esa relación, terminó siendo parte de mi familia política. Aunque no fuéramos amigos muy cercanos, se alegró mucho al verme.

Por la naturaleza de mi trabajo en los medios tiendo a llamar mucho la atención. Mi amigo, por la naturaleza del suyo, trataba por todos los medios de pasar desapercibido, así estuviera rodeado de gente. Mientras le preguntaba por su familia y su vida, notaba que mi amigo sentía lo que en mi país, Puerto Rico, le llamamos “La Perse”, una paranoia leve producto de años largos de represión política, y de una cultura que, en sus tiempos, consideraba el llamar la atención un signo de no muy buenos modales.

Resulta ser que mi amigo era juez. Sabía, por mi pariente que él tuvo que juzgar algunos de los casos criminales más llenos de morbo de mi país. Él evadía en lo posible ser retratado, ni dar señas personales suyas a la prensa a menos que no quedara más remedio. Mi amigo, que me conocía bien, tenía entonces una rara ocasión de ser él mismo por un momento. Pero no se le notaba muy cómodo.

Tuve un tío que era juez, que probablemente ejerció justicia muchas veces con par de tragos encima. Muchísimas veces. Puedo decir, por aquello de ser eufemista, que mi tío “tenía problemas.” Mi tío tenía un carácter muy volátil: era capaz de regalarle su camisa a un perfecto desconocido si notaba que estuviera en problemas, pero también era capaz de visitar a los presos en sumaria y abofetearlos cuando estaban engrilletados (la única forma que un hombre de literalmente metro y medio de estatura podía ser físicamente agresivo sin terminar haciendo gárgaras de dientes). Los jueces están supuestos a tener algo llamado “temperamento judicial”,  un concepto abstracto que pretende consolidar muchas expectativas sociales para con ellos: no dar tan siquiera la impresión de intimar con alguna de las partes de los juicios que manejan, ser serios y cuidadosos al hablar, ejercer la justicia sin prejuicios, y evadir posturas políticas –o posturas públicas, seas cuales fueren. Mi tío era la antítesis viva de todo esto.

Sin embargo, mi amigo fácilmente pudo haber sido usado de ejemplo para ilustrar el concepto de “temperamento judicial” en un diccionario. La leve paranoia que mostraba a flor de piel seguramente le evitaría intimar mucho con las partes en un juicio. Durante el tiempo que le conocí, trató en muchísimas ocasiones de no usar el lenguaje de forma que ofendiera a nadie. Trataba de ser encantador con quienes tuviera de frente –así le costara trabajo, porque era una persona tímida que solo adquirió carácter público con el tiempo. Era el tipo de persona que enviaba mensajes de texto por docenas para felicitar a sus amistades en onomásticos y feriados. Y aunque era un partidario bastante vocal de uno de nuestros dos partidos políticos coloniales –ninguno de los cuales es muy apreciado por el país ahora mismo-, en bastantes ocasiones le escuché tratando de ser imparcial hasta la saciedad en sus juicios personales sobre toda una diversidad de asuntos. En otras palabras, él podía guardar sus prejuicios en una gaveta, ponerse la toga, impartir justicia impecablemente en un caso, y luego abrir la gaveta y retomar su visión del mundo donde la había dejado.

Me consta que mi amigo venía de una casa bastante estricta, donde a los hijos se les exigía ser ejemplares en todo lo que se propusieran. Los estadounidenses le llaman a esta mentalidad estar “driven”, un concepto difícil de traducir que mezcla tener una ambición profusa con una determinación casi ciega. Uno de sus hermanos, por ejemplo, tiene fama de ser el único cirujano que conozco en rehusarse en abandonar una operación mientras él mismo sufría un ataque cardíaco leve (otro cirujano terminó la operación, mientras que al que menciono le trataban el infarto en un quirófano adyacente). Mi amigo fue niño escucha desde pequeño –y llegó a los rangos más altos dentro de la organización-, presidente de su clase y presidente del concejo estudiantil del colegio entero (así hablar frente a un micrófono lo aterrorizara de vez en cuando), y se hizo miembro de una fraternidad notoria por tener ritos de iniciación bastante rudos –tolerando más castigo físico que nadie, por aquello de que para él, era impensable rajarse. Por sus conexiones políticas escaló posiciones altas dentro de los gobiernos del partido al que pertenecía. Pero entonces, por decisión propia, y procurando siempre no dejar de congraciarse con todos a la vez (ah, esas ganas de encantar a todos y no poder complacer a nadie…), optó por la carrera legal… algo que, en mi país, requiere de bastante entereza emocional. Mi país –uno de los más violentos de la tierra- puede doblegar la voluntad de cualquier fiscal.

Así la carrera de fiscal tenga sus bemoles puramente políticos –y la judicial también, al menos en Puerto Rico,- era indudable de que alguien con la determinación de mi amigo alcanzara puestos altos en el aparato jurídico-legal del país. Nos sorprendió a todos entonces cuando, en una de esas movidas ilógicas en el ajedrez político nuestro, aceptara ser juez. Y su experiencia como fiscal lo preparaba entonces para asumir la tutela de una sala de lo criminal. Probablemente ahí comenzó la presión extrema que lo llevaba, enfrente mío esa tarde, a casi temblar cada vez que yo levantaba la voz para hacer alguno de mis cuentos.

Y entonces, la situación se le salió de las manos a mi amigo. Por pura lotería, le tocó juzgar uno de los casos con mayor perfil público de mi país. Se trataba del caso del hijo de otro juez, ya retirado, de una persuasión política distinta a la de mi amigo. El hijo, si creemos el veredicto del juicio, mató a su mujer y vició la escena del crimen con tal de evadir una convicción. Que su padre apareciera en la escena del crimen y usara sus credenciales para entrar al lugar y conversar con los investigadores no le daba muy buen sabor al caso. Que la policía y los fiscales tardaran en montar su caso les daba mal olor a todos. Y a mi amigo le tocó ser juez de ese tostón.

Para hacer las cosas más interesantes, el acusado renunció al juicio por jurado, que en el ámbito jurídico de Puerto Rico es permisible, sobre todo cuando la defensa del acusado no quiere que los prejuicios y motivaciones personales de los miembros del panel vicien un veredicto. Por tanto, a mi amigo, el ya entonces paranoico, le tocó toda la responsabilidad de aquilatar la prueba, escuchar las defensas de parte y parte, y rendir el veredicto, a él solito. Al tratarse de un caso de un alto perfil público, mis colegas periodistas pretendieron poner bajo el microscopio todo lo que ocurría en el estrado y las decisiones que tomaba mi amigo sobre asuntos de puro trámite (las propias de cualquier juicio) le hicieron ganarse fama de al menos intentar ser justo. Algo raro en mi país, si creemos a la voz de la calle.

Y cuando llegó el momento de anunciar el veredicto, se estableció el raro precedente de que se divulgara, en tiempo real, por los medios del país, y hasta por Internet. Ahí el país entero descubrió que mi amigo ceceaba, un defecto del habla que, tengo que confesar, tanto yo como muchos amigos le echábamos a broma. Y precisamente el defecto del que se agarró uno de nuestros más famosos comediantes para parodiarlo, a la hora de recrear el juicio en un programa televisado de comedia. Era como “la tormenta perfecta” para quien había desarrollado fobia a la publicidad gratuita.

Luego de un año y medio preso, el acusado está gestionando un nuevo juicio, aduciendo a que, precisamente, esa publicidad gratuita habría dañado su caso. Y precisamente por eso, justo al momento de escribir estas líneas, el país anda en shock colectivo, porque mi amigo apareció ahorcado en la marquesina de su casa. Esto ocurrió el mismo día en que había renunciado a su puesto como juez administrador del distrito judicial al que, seguramente por estar “driven”, alguna vez le confiaron.

No solamente es chocante que un juez, en plena carrera, aparezca muerto en circunstancias no muy claras, sino que se tratara del juez de un caso tan notorio para el país. La gente, en términos generales, ata cabos y sospecha que alguna mano siniestra causó la muerte de mi amigo. Cuando eso pasa en un país, el que sea, el país entero se aturde. Se trata de un acto de pérdida de inocencia colectiva, así el país haya perdido bastante de su inocencia en múltiples golpes anteriores a su conciencia.

A decir verdad, personalmente no creo que este caso en particular haya desembocado en la muerte de mi amigo el juez. Él juzgó casos mucho peores. En todo caso, que el acusado en ese caso y su padre tuvieran el perfil público que tienen, sería una garantía precisamente de todo lo contrario.

Hay quien dice que a mi amigo le estaban extorsionando. Hay quien dice que algún escándalo de índole personal estaba por ser revelado, que derrumbaría toda su reputación, hasta ahora sin tacha. De haber sido así, sabemos de docenas de casos, tanto en mi país como en tantos otros, donde individuos que han pasado por escándalos mucho peores muerden la bala, pasan por una crucifixión a su imagen pública, y se reinventan. ¿Que a lo mejor a mi amigo su psiquis, ya asediada por el estrés, no le iba a permitir sobrevivir esto? No tenemos forma de saberlo. Otra posibilidad es que algún convicto, de alguno de esos casos espeluznantes que le tocó juzgar, lo haya mandado a matar, haciendo parecer todo como el desplome emocional de un hombre apocado, tímido aún, vencido por el horror de ser juez en Puerto Rico. Hasta que una investigación bien llevada determine las circunstancias tras la muerte, es pura especulación lo que podemos hacer sobre el caso.

Lo que sí sé, es que quienes conocíamos al juez como persona, aparte del dolor que le ocasiona su muerte a quienes lo apreciaron en vida, sentimos el desvarío típico de quien presencia un “suicidio” de alguien muy cercano. Le llamo así, entre comillas, porque, de haberlo concebido y ejecutado, nuestro amigo difícilmente se hubiera puesto la soga al cuello. Un hombre tan receloso con su imagen pública seguramente no hubiera abandonado el mundo de forma tan osada. A lo mejor sí tuvo la voluntad de acabar con su vida, pero el método usado, y su trasfondo personal –proviniendo de una familia afecta a una religión que considera el suicidio como un pecado grave, no nos cuadra en la cabeza. Un “suicidio” deja demasiadas interrogantes sin responder… y las especulaciones de los deudos solo tienen como base las inferencias que hacemos sobre la conducta del difunto. Como las que vinieron a mi mente esa tarde en la farmacia.

El temor que tengo es que, aun sentando un precedente para mi país, la muerte de mi amigo el juez sea meramente cotilleo en las redes sociales por unos días, donde cada quien elucubrará las razones que se le ocurran, y luego nos olvidaremos del tema hasta que la prensa lo reviva en el próximo titular, o hasta que ocurra el próximo caso parecido.  Decía Krishnamurti que “no es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma.” El problema es que el no estarlo, al menos en esta ocasión, tampoco es señal de buena salud. No tanto hablo de mi amigo, el juez, sino de la sociedad de la que fue parte.