Si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco


Si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco

La figura de Wolfgang Amadeus Mozart, célebre compositor de la música universal,  está dotada de contemplaciones y misticismos por sobre todas las armonías. Ha sido reinventado entre numerosas disciplinas. Un estudio científico asegura que sus obras promueven el razonamiento espacial. Bienvenidos al Efecto Mozart.  Indudablemente, el arte suele tener divinidades atemporales que embellecen emblemáticamente la subjetividad de la cultura. En todos los cajones hogareños del tiempo y los discursos podremos hallar un genio de la metamorfosis, un sabelotodo del contrapunto; un maniático de los planos y contextos, un erudito de las semánticas, un instruido de la teatralidad y los payasos… entre otros tantos personajes de la herencia. Ellos conservan y resguardan el calor de una llama que deberá permanecer inmóvil por entre las eternidades imaginarias de nuestra especie.Pues, allí encontramos la caricatura de aquel excéntrico compositor de revoltosas carcajadas y multifacéticos dedos pianísticos. Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart es padre de padres y, potencialmente, uno de los sabios ilustrados más imprescindibles de la música clásica. Austríaco, maestro predominante del Clasicismo, sus obras abarcan todos los géneros musicales de su época y alcanza más de seiscientas creaciones, en su mayoría examinadas como obras maestras de la música sinfónica, concertante,  de cámara, para piano, operística y coral, logrando una popularidad y difusión universales. Desde muy pequeño, el compositor y pianista demostró velozmente su prodigioso dominio por sobre el arte musical y, con tan solo cinco años, ya instituía obras de gran magnificencia, apreciadas por la aristocracia y la realeza europea.Sin lugar a dudas, no alcanzarían los tiempos modernos para relatar todas las peripecias de aquel chicuelo travieso de rotundas significaciones e interplanetarias melodías.  El teórico musical Charles Rosen destaca:“Es sólo por el reconocimiento de la violencia y la sensualidad en el centro de la obra de Mozart por lo que podemos encaminarnos hacia una comprensión de sus estructuras y hacernos una idea de su magnificencia. De un modo paradójico, la caracterización superficial de la Sinfonía en sol menor de Schumann puede ayudarnos a ver al demonio de Mozart más regularmente. En todas las expresiones supremas de sufrimiento y terror de Mozart, hay algo terriblemente voluptuoso”.

 Sin embargo, siempre existirán las sistematizaciones propias de nuestra especie, aquellos adquiridos presupuestos de materialidad académica. El ser humano tiene la necesidad sanguínea de reconstruir sentido recapitulando pasados, concibiendo híbridos generacionales que, en reiteradas ocasiones, exceden la pomposidad moribunda de nuestros deseos.  Allí donde todo bosque reluce sus naturalezas, el dedo índice determina que en las pieles animales reinarán hipótesis convencionales que, virtualmente, funcionen como mecanismos de poder.  Las esferas de la inanición artística suelen tener argumentos similares. Son aquellos milésimos resabios de inutilidad los que hacen que una corchea muera en el mar como un acertijo cósmico. Lejos de toda mediocridad literaria, la Ciencia suele involucrarse en los espacios del Minotauro, las Sirenas y los Unicornios. Ejerce presión por sobre todas las devociones inusitadas de la imparcialidad artística y excita la fórmula secreta para segregar discernimiento nuevo.  Aquí nace, en su mera sencillez, el controvertible Efecto Mozart.   

Reinsertemos nuestras memorias en la temporalidad. Año 1993, la psicóloga Frances Rauscher (Universidad de California) y el neurobiólogo Gordon Shaw (Universidad de Wisconsin) convirtieron a 36 estudiantes en oyentes de la sonata para dos pianos en Re Mayor K.448, en una duración aproximada de diez minutos. La conclusión reclamaba un testimonio peregrino: la experiencia engendraba efectos positivos en los ensayos de razonamiento espacio temporal. La práctica pseudo-científica fue publicada en la revista Nature (célebre revista científica), sin embargo, pese a que se han generado numerosas duplicaciones de la fórmula descripta, nunca se ha llegado a resultados que emitan el mismo caudal de consecuencias. Mozart es un interlocutor místico… una religión musical. Su vida es una incógnita confidencia, su muerte un laberinto erróneo. Por entre los paseos digitales, podemos interpretar las explicaciones lógicas de los frutos y secuelas que implantan las obras del artista en la formación auditiva de los niños:“Don Campbell (científico norteamericano) propone que el niño, desde su etapa fetal, sea estimulado musicalmente por su madre. De este modo mejorará su crecimiento, su desarrollo intelectual, físico, emocional y su creatividad. El Efecto Mozart es real. Una familia concuerda que, cuando la madre embarazada escucha música clásica de Mozart, el bebé a los 4 años ya sabe tocar el violín. Con esto se refuerzan los lazos afectivos entre la madre y el hijo. Asimismo, el autor explica por qué la música de Mozart y otros compositores, y no la de otros estilos, es la que induce estos efectos sobre el cerebro. A su vez, las nombradas consecuencias también siguen dando buenos resultados durante los primeros cinco años de vida, estimulo capaz de formar seres inteligentes pero además emocionalmente sanos” Nuestro legendario mago de las armonías no podría ser singularmente un compositor sublime para el resentido y contrariado hombre posmoderno. Para estos amarillismos ilustres, Wolfgang debería ser poseedor de un don que supere toda suntuosidad artística. La historia tiene la función pragmática de ser atravesada por enjuiciadas estructuras del saber.  Para muchos pelotones de juguete y caramelos, el arte debe ser un distintivo acentuado por la presunción científica. Un condimento que, según el chisme universal, confiere de sabor exquisito toda maravilla. Recuerdo unas preciosísimas palabras de Mozart que agudizan mis sentidos: “Si el emperador me quiere, que me pague, pues sólo el honor de estar con él no me alcanza”. Allí descansa su percepción, tranquila, en el regazo del saber auténtico… y las pasiones.Sin embargo, allí, en las cavernas del sinfín, podemos localizar y descubrir estudios científicos que refutan el ejercicio persuasivo del resultado cuestionado. En 2007, un reporte publicado por el Ministerio alemán de investigación ha consolidado que “escuchar pasivamente la música de Mozart —o cualquier otro tipo de música del agrado de uno— no hace a una persona más inteligente”. Asimismo, tres años más tarde, un equipo de científicos de la Universidad de Viena comprobó la influencia de la música de Mozart en tres mil personas, y los resultados no registraron ningún incremento en la inteligencia de los sujetos que habían sido sometidos al experimento. Pese a todo, se han reconocido situaciones en las cuales individuos con diversas enfermedades psiquiátricas han tenido notables alivios escuchando regularmente música de Mozart. El único cuestionamiento al respecto incursiona el término de Efecto Placebo, aquella capacidad curativa producida por un agente terapéutico que no produce ningún efecto farmacológico. Confabulaciones. Una fascinación elocuente de nuestra especie. Un síntoma de reafirmación por sobre las construcciones idealistas que intentan fundamentar un caparazón académico. Peripecias de caracoles, en medio de una carrera frustrante y sin sentido. Un deseo maquiavélico de encontrar significaciones matemáticas en los universos moldeados para ser caudales de fogosidades y fantasías de chocolate. Allí, donde todos somos la armonía delirada, la cadencia sobrehumana. Permítanme dormir con la Sonata ¿Facile? Entre los espacios del Poeta inglés Robert Browning que dilucidan un posible encuentro con el mar introspectivo: “El que escucha música siente que su soledad, de repente, se puebla”. Bienvenidos al efecto que, efectivamente… precisamos.   

Fuentes: Música Clásica, por John Burrows. Editorial El Ateneo.

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 AutorPablo C. Sturbapablo@medioslentos.com