“Los juegos jugados con la pelota, y otros de tal naturaleza, son muy violentos para el cuerpo, y no sellan carácter alguno en la mente. Por tanto, deja que tu pistola sea el compañero constante de tus paseos.” – Thomas Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos de América y autor de su Declaración de Independencia, 1785
Se ha vuelto noticia, casi rutinaria, en los medios de comunicación de todo el mundo. Con frecuencia cada vez más alarmante algún perturbado mental, siempre varón, casi siempre joven y solitario, y frecuentemente estadounidense, entra sorpresivamente a algún lugar comunal, armado hasta los dientes, y comienza a disparar una o dos armas de fuego a víctimas inocentes.
Muchas veces, el lugar de la acción es conocido por el perpetrador: su antiguo lugar de trabajo o de estudio, el de alguna expareja o amor platónico no correspondido. Usualmente el homicida no se detiene hasta que no haya matado o herido a unos cuantos, o hasta que se suicide, o hasta que algún agente del orden público lo hiera o mate. A veces el protagonista alega que su acción es un acto político, un acto de represalia necesario para enderezar –al menos en su mente- al mundo entero y al país.
Los medios de comunicación, de momento, comienzan a escarbar todo lo que pueden, tratando de determinar qué desencadenó que el homicida perpetrara la matanza. De momento, toda aquella atención que en repetidas veces se le negó alguna vez al atacante le es ahora despachada de golpe, multiplicada mil veces. Que si el homicida era alguien siempre solitario o que no lo era pero tenía mal genio, o que llevaba meses sin hablar con su familia. Si lo habían sancionado frecuentemente en el trabajo, seguramente algún despido detonó la racha (de hecho, entre empleados del Servicio Postal de los Estados Unidos han ocurrido matanzas tan frecuentemente que, en los EE. UU., una frase coloquial para describir la actitud de volverse loco matando gente es “irse postal”). Si el perpetrador tenía inclinaciones políticas extremas, de momento se le hace un perfil psicológico improvisado, buscándole afiliaciones, raíces étnicas, historiales de actos previos de violencia. Todo ocurre demasiado tarde para revivir a los fallecidos.
Conociendo que la naturaleza humana es capaz de matar por las nimiedades más triviales, sería lógico pensar que matanzas de este tipo ocurrieran en muchísimos países. Sin embargo, no deja de sorprender que la mayoría de estas matanzas ocurran en los Estados Unidos –el país que mantiene al mío, Puerto Rico, en un execrable status colonial subordinado desde 1898. Mi país es violento –San Juan es la decimoquinta ciudad más violenta del mundo- pero hasta ahora, este tipo de matanza donde algún francotirador solitario “se lleva enreda’o” a víctimas inocentes es raro en mi lugar de origen. (Hasta ahora… toco madera…) En las últimas tres décadas han ocurrido al menos 68 matanzas de este tipo en los U.S. and A, como les llamó Borat Sagdiyev.
Cada matanza de esta índole es una tragedia, sin duda. Pero quien meramente asocia estos incidentes a acciones de guerra, venganza colectiva, o incluso actos de terrorismo, pierde de perspectiva a veces el alineamiento de factores que predispone a que este tipo de matanza tienda a pasar en los Estados Todos Juntos. Hay factores sociales, políticos y económicos, intrínsecos a ese país, que precipitan estas masacres. Dos de estos factores son fundacionales, o como decían alguna vez los campesinos de mi país, “de nación:” el culto a las armas –sobre todo las armas de fuego- y la reverencia casi religiosa a una constitución política que data ya de hace más de 225 años.
Los Estados Unidos tienen en su constitución política, adoptada en 1787, una cláusula añadida luego del hecho. Esta cláusula, la llamada Segunda Enmienda, y a su vez parte de la llamada Carta de Derechos que le faltaba al documento original, es un reflejo ambiguo de su realidad como país en los años de la Revolución estadounidense. Traducida al español, la Enmienda dice:
“Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del Pueblo a poseer y portar armas no será infringido.”
A finales del siglo 18, los Estados Unidos era un país de cuatro millones de habitantes, a su vez dispersos entre más de 2,4 millones de kilómetros cuadrados. El ciudadano promedio, que generalmente vivía solo en pequeños enclaves junto a su familia, estaba expuesto a la naturaleza, los elementos, los ladrones, las disputas entre potencias coloniales europeas destacadas en el continente (particularmente Inglaterra), y la retaliación de las naciones indígenas por la usurpación de su territorio.
Eran tiempos violentos, en todo el mundo, pero particularmente en Europa, que exportó sus culturas violentas a las Américas. Las bitácoras y archivos de la época evidencian que en las Trece Colonias eran bastante comunes los “castigos ejemplares” a esclavos fugitivos, la violencia machista, y las disputas familiares y vecinales. El hecho de que el ejército colonial inglés también estuviera autorizado a disponer de vida y hacienda de los colonos permitía abusos de poder. Cuando llegó el momento de protestar la tiranía imperial inglesa entre las Trece Colonias –primordialmente porque el rey Jorge III quiso sacar a su imperio de la quiebra exprimiendo a sus súbditos americanos, los colonos empuñaron el fusil –si lo tenían- e hicieron lo mismo que hacían para librarse de todas sus amenazas, reales o infundadas. Ya que el futuro Ejército Continental pasó múltiples zozobras por ser un combete sin disciplina ni armamento adecuado, el éxito algo precario de la campaña militar independentista les hizo entrar en razón. Según los padres fundadores del futuro imperio (incluyendo Jefferson) para sobrevivir, los estadounidenses debían entonces armarse hasta los dientes. Y ellos hicieron precisamente eso.
Con el tiempo, sin embargo, la gente se olvidó de la parte del estatuto que hablaba de la “milicia bien ordenada”, y se ocuparon en la otra mitad del enunciado. El derecho a portar armas se volvió inviolable. Es más, se volvió sagrado. Tanto como para que grupos de interés como la NRA (Asociación Americana del Rifle, del inglés) lo defienda como quien defiende comer o respirar. Tanto como para que, al notar que los crímenes violentos se redujeron drásticamente –por un tiempo, al menos, excepto durante unos años de la década de los 1830s- se desarrollara la mentalidad del arma como talismán, evidenciada en un dicho popular que persiste hasta nuestros días: “si las armas se criminalizan, solo los criminales andarán armados.” (“If guns are outlawed, only outlaws will have guns.”)
Ayudó a impulsar esa mentalidad el hecho que casi todos los avances tecnológicos en el desarrollo de armamentos durante los pasados dos siglos se desarrollaran en los propios Estados Unidos: el revólver, la pistola automática, la metralleta semi-automática, las balas explosivas, el rifle recargable de producción en masa. Estos avances facilitaron el acceso de los estadounidenses, ya fueran civiles o militares, a sus preciadas armas de fuego. Ayudó la racha de acciones de guerra ejercidas por el gobierno estadounidense –todas exitosas excepto la guerra contra Inglaterra en 1812, que fue un virtual empate. Ayudó a entronizar ese enfoque el deseo de acaparar, colonizar y someter cerca de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados de territorio, más allá de las trece colonias originales.
La Guerra Civil estadounidense de los 1860s fue una verdadera carnicería, con más de 650 mil muertes, un tercio de las cuales fueron bajas por heridas en combate. El período inmediatamente posterior fue mayormente de ajuste de cuentas, en medio de vacíos de poder, particularmente en el sur, previamente sublevado y en los territorios fronterizos del Oeste. Curiosamente, luego de este período ultraviolento, al igual que ocurrió posterior a la Revolución de los 1770s, la tasa de homicidios se redujo substancialmente –coincidiendo con el fin de cada guerra.
Comenzaron a discernirse desde entonces tendencias lógicas, que son válidas incluso en nuestros días: cuando la situación económica de regiones del país o del país entero empeoraban, la tasa de homicidios empeoraba con ella. Cuando algún territorio estaba bajo ley marcial, o sus habitantes eran forzados a dispersarse –y esto incluía las reservaciones indígenas y las comunidades afroestadounidenses sureñas de principios del siglo 20, antes de su migración masiva a los ghettos urbanos del norte y centro del país- los homicidios bajaban. En los centros urbanos, particularmente aquellos con múltiples zonas de concentración de migrantes, o de pandillas de corte étnico, la tasa de homicidios subía, al igual que aquellos lugares donde organizaciones criminales controlaban parte de la actividad económica. No es de sorprender que el aumento en el trasiego de mercancía ilegal –alcohol en la época de la Prohibición de los 1920s y 1930s, cocaína a principios de los 1980s- explique los aumentos más marcados en las tasas de homicidios en la historia del país.
Sin embargo, lo hasta aquí mencionado solamente explica parte de esta historia. Recientemente, los Estados Unidos han estado reportando bajas sustanciales en su tasa de homicidios –si bien, entre los países industrializados, los EE. UU. ocupan un lugar prominente, la actual tasa de 4,7 asesinatos por cada 100 mil habitantes lo pone en la posición número 105 de la lista, de entre 193 naciones. Habrá algún estadounidense que reclamaría que la tasa no es mayor precisamente por la cantidad de ciudadanos dispuestos a defenderse del crimen, con un arma en la mano. Estos apologistas de las armas apuntarían, por ejemplo, a lo que ocurre en un territorio estadounidense donde el control de armas legales es bastante estricto. Puerto Rico, mi país, con una tasa de 26,2 homicidios por cada 100 mil habitantes, hace el número 19 en la lista.
Nosotros los boricuas estamos prestos a recordarle a quien lo sugiera que el control de nuestras aduanas, puertos y aeropuertos, y por ende el de la importación de armas y municiones, está en manos estadounidenses. En mi país ya no se fabrican ni siquiera machetes. Es cierto que nuestras adorables burocracias gubernamentales exigen períodos de espera y múltiples requisitos para tan siquiera portar un arma, mientras que en algunos estados de los EE. UU. (Florida, por ejemplo) es ilegal que el estado incluso compile listas de armas, o de portadores de ellas. De hecho, en cinco estados (Arizona, Missouri, Mississippi, Texas y Utah) es más fácil comprar un arma de fuego que obtener un aborto legalmente.
Sin embargo, en Puerto Rico, si bien las masacres –definidas por la Policía como asesinatos múltiples de tres o más seres humanos- son relativamente frecuentes, no ocurren asesinatos múltiples por parte de individuos solitarios en actitud de vigilante desquiciado. Algo más tiene que estar pasando. Yo me atrevo a teorizar que se trata de una combinación de factores culturales muy específicos a los Estados Unidos. Lo siguiente es meramente una teoría, pero la lanzo al ruedo de todas formas.
En los Estados Unidos, país de tradición judeocristiana donde pocos desconocen de qué se trata el Quinto Mandamiento del Decálogo de Moisés, existe una tradición religiosa que alguna vez relacionó las flaquezas y debilidades de carácter con el pecado. Las enfermedades mentales, por ende, son estigmatizadas en incluso mayor grado de como lo son en otras naciones. Si te deprimes, si te entristeces, si te encolerizas, fácilmente podías reclamar que algo que no eras tú –el Demonio, por ejemplo- era causante de tus males. Esto provoca dificultades inmensas a la hora de lograr que el paciente promedio de condiciones mentales obtenga ayuda. El estigma es grande. Es incluso peor en las escuelas secundarias, donde la bravuconería (“bullying”) es a veces inevitable entre alumnos.
Recientemente, como parte de la reforma de salubridad que quiere implantar el presidente Barack Obama, se ha anunciado una iniciativa para hacer más accesible el manejo de casos de salud mental a la población. Como todo en Estados Unidos, sin embargo, las compañías que mercadean con la salud lo ven todo en términos de dólares y centavos. Hay reportes de torrentes de dinero para poner líneas de auxilio las 24 horas, y de compañías que a su vez desean implantarlas al menor costo posible, incluso incentivando económicamente a que las llamadas telefónicas sean lo más cortas posible. (Un deprimido, un desquiciado, una persona con problemas de manejo de hostilidad, se corre el riesgo de que al llamar a la línea lo pongan en espera, a escuchar música de elevador…)
Además, entre algunos sectores de la población de Estados Unidos, demostrar debilidades de carácter en público es también mal visto. Incluso, demostrar emociones de forma demasiado visible es mal visto. Por tanto, quien tenga asuntos de control de emociones en público, “se aleja de Dios…” así se trate de un ateo. En individuos de carácter violento, esto implica ser penalizado por sus arranques. Esto plantea un círculo vicioso: a mayor la hostilidad demostrada, mayores las consecuencias (sobre todo en el empleo).
Análogamente, el culto al trabajo –y a ser un workaholic, la adicción a trabajar- es visto también tras un prisma cultural con orígenes religiosos, particularmente calvinistas. Si no llamas la atención con los eventos de tu vida diaria (porque es mal visto), lo harás si lo demuestras trabajando. El trabajar más te permite ganar más dinero, y con más dólares, tu nivel de consumo se acrecienta. En el minuto en que alguien atenta contra tu trabajo, derrumban toda tu vida. Por eso las reacciones de individuos armados recién despedidos tienden a ser tan demoledoras.
Hay otra dimensión de este problema que hay que considerar, y se trata de esa tradición cultural del culto al arma de fuego, que data de los principios de la República. Algunos de los padres fundadores de los EE. UU. – incluyendo a Jefferson mismo- creían que un gobierno central fuerte era un mal necesario o incluso totalmente innecesario. La constitución actual de los Estados Unidos, sin embargo, surgió precisamente por los muchos problemas –incluyendo escaramuzas armadas- que causó darle demasiado poder a los estados. Imagínense los argentinos, por ejemplo, una disputa armada entre los gobiernos de la provincia de Buenos Aires y la de Entre Ríos por acceso al Río de la Plata. Tal disputa solamente se podría resolver con un gobierno central fuerte… (¿O quizás a tiro limpio?) Hay células pequeñas de ultraconservadores en los Estados Unidos que, emulando a esas mismas milicias mal disciplinadas de los 1770s, han decidido hacer ejercicios militares los fines de semana: una oportunidad de vestirse de uniforme militar de fatiga, beber cerveza por cantidades industriales, y dispararle a todo lo que se mueva. La idea es levantarse en armas el día que el gobierno central se pase de la raya con sus libertades –como lo hizo, al menos en su mente, Jared Lee Loughner cuando aparte de matar a cinco otras personas, mató a un juez y disparó a la cabeza de la congresista Gabrielle Giffords en 2001. Go figure (“Vaya usted a saber”)
Las constantes descargas de adrenalina, el reciclaje mental de pensamiento ultraconservador adquirido al leer o escuchar a múltiples filósofos ultraconservadores, sobre todo los radiales (Rush Limbaugh, Mike Huckabee, Ann Coulter, incluso el rockero Ted Nugent), y la influencia de películas de guerra, acción violenta, horror, y videos extremos de YouTube también influyen sobre el estado de ánimo de uno que otro loco de estos. Las tensiones raciales y xenófobas de la autodenominada “Nación de Inmigrantes” también influyen en estos casos. Recuerdo el caso de Pat Gurdy, un asesino en serie en California que irrumpió en una escuela primaria, mató a cinco niños e hirió a 29 más y a una maestra, antes de suicidarse. Todos los niños que mató eran asiáticos –en su mente, Gurdy creía que los asiáticos eran los responsables de que él no tuviera trabajo.
¿Habrá salida para estas situaciones? La única forma de evitar estas masacres es atendiendo sus causas raíz. En teoría, habría que identificar a potenciales asesinos –sin infringirle sus derechos civiles-, detectar sus condiciones mentales desde el punto de vista de alguien preparado para confrontar constructivamente al paciente (casi nunca la familia inmediata del paciente es capaz de hacer esto sin ayuda profesional), y atender las razones de sus odios, reales o infundadas. Pero, por sobre todas las cosas, habría que impedir que estos pacientes tengan acceso a armas de fuego. La jurisprudencia reciente llama a que sean los distintos estados los encargados de regular y determinar cómo se accede a un arma –y como vimos ya, en algunos sitios poco falta para que el estado mismo las regale.
Finalmente, tendría que cambiar toda una cultura multicentenaria de culto a la violencia, algo que va a la psiquis misma de los Estados Unidos. Eso, al menos para este autor, es como pretender que un leopardo cambie sus manchas a plena voluntad. No quedará más remedio que, desde el resto del mundo, observar cómo siguen estas matanzas… cómo continúan los esfuerzos fallidos de resolver estas crisis de forma política y no salubrista. Y seguirán muriendo inocentes…