Escuchamos el mantra por todas partes: “La clave para el progreso de los pueblos es la educación.” La clave para salir del atolladero en que viven sumidas millones de personas, en Nuestramérica, en África, en Europa, en todos los demás continentes, es la educación. Educación es igual a progreso. Un pueblo que se educa no se deja manipular. Y escuchamos montones de variantes de estas frases, de la boca de políticos, educadores, artistas, filósofos… en fin, de todo el que, quizá, ha sido beneficiario de recibir una buena educación, y ha sido afortunado de poderla usar para salir adelante.
Sin embargo, la palabra “educación” es un comodín, representa usualmente algo distinto para cada persona que la usa. Personalmente, me preocupa muchísimo que un concepto tan importante sea manoseado y trivializado hasta la irrelevancia por quienes sólo quieran congraciarse con aquellos que creen, firmemente, que la educación es la clave para un futuro mejor.
En lo que va de esta década, movimientos estudiantiles en más de una docena de países han procurado cambios fundamentales en los sistemas educativos a los que pertenecen. No solamente protestan jóvenes universitarios; también han planteado sus reclamos estudiantes de secundaria y padres de alumnos de primaria. Estos reclamos son muy parecidos en todos lados. Todos procuran una educación, si posible, gratuita –y cuando menos, sin ánimo de lucro-, de calidad, y accesible a todos.
Sin embargo, hay elementos muy poderosos determinando el progreso o la consecución de estas metas. Veamos unos cuantos:
La masificación de la educación – Bien ejecutada, la masificación –llevar la educación a la mayor cantidad de personas- eleva la calidad general de vida de un país; mal ejecutada suele atrasar al país, incluso por décadas. En manos de funcionarios públicos sin visión –o incluso mal intencionados- los planes de masificación de la educación pueden volverse una pesadilla colectiva para una nación entera.
Todo ser humano merece que se le eduque para ser una persona funcional en la sociedad, en la medida de sus posibilidades. Todos merecemos saber leer, escribir, comprender lo que leemos, entender las estructuras sociales y el funcionamiento de nuestros respectivos países, y tener principios básicos de supervivencia en sociedad. En mi opinión, esa debería ser la meta mínima a lograr. Si la educación se limita a estrictamente esto, sin embargo, muchas personas serán condenadas irremediablemente a subsistir, en vez de progresar. Muchos se quedarán –y de hecho, ya se quedan- sin desarrollarse al máximo de sus potencialidades.
Una meta adicional sería la de desarrollar el pensamiento crítico en la gente, algo que suele ser anatema para las fuerzas que controlan un país, tanto económica como políticamente. Como he dicho muchas veces antes, donde todos piensan igual, nadie piensa mucho. No muchos políticos se atreven a promover el desarrollo de ciudadanos que les cuestionen.
Desde luego, muchísimos países apenas logran plantear metas básicas para toda su población porque enfrentan múltiples escollos para atender los casos excepcionales: la educación a poblaciones que viven la extrema pobreza, que viven en la ruralía remota o en zonas marginales, la educación especial a discapacitados, etcétera. Sin embargo, el gobierno que no pretenda implantar estándares altos o no planifique lo suficiente como para manejar estos escollos, se corre el riesgo de manejar las consecuencias sociales futuras de no haber educado bien a su población en un principio. La alternativa es dejar desprovistos a sectores considerables de la población. Muchas veces esto pasa porque al gobierno “no le queda de otra,” pero en muchas otras ocasiones el dinero existe… todo depende de quién lo maneja, y para qué.
El uso de la educación – sobre todo la primaria, la secundaria y la vocacional, como método de planificación y control de los objetivos de cada país – Hay países –el ejemplo clásico es Inglaterra- que desean que el número de egresados de sus sistemas educativos sea igual o parecido a la cantidad de plazas de trabajo que mantendrá la economía del país durante los siguientes años. Esto convierte a los gobiernos en garantes de clientela para el sector privado. En otras palabras, el gobierno genera planes educativos –a largo plazo, y con inversiones considerables de dinero- para meramente cubrir las necesidades del mercado, en vez de guiar –inteligentemente, esperaríamos- las necesidades del país.
Aunque mantener esta paridad es deseable, es materia de preocupación cuando no es el gobierno quien determina qué prioridades de desarrollo desea establecer. Si esto ocurre por miopía de los gobernantes o administradores, o si ocurre porque algunos de estos funcionarios se benefician directa o indirectamente de la influencia que pueda ejercer el sector empresarial de cada país, eso es materia para otro escrito.
En otros países ocurre lo contrario a lo anterior: el considerar los títulos como bienes de consumo. Esto ya ocurre en muchísimos países, y casi siempre es la potestad de la educación privada: todo el que desea graduarse de algo, sea por moda, sea por prestigio, sea por comodidad para quien estudia, puede hacerlo siempre y cuando pague lo que cueste ganarse el título. Sin embargo, algunos administradores miopes de instituciones públicas tienen esta misma filosofía. Yo he tenido que enfrentar algunos de éstos en múltiples ocasiones. Casi todos piensan en complacer al estudiante y salir del paso; pocos piensan en que el estudiante tendrá que vivir incluso décadas usando las destrezas que aprende. Algunos sencillamente esperan que el egresado regrese a los pocos años a reinventar su vida, o su carrera.
En mi país, Puerto Rico, por mencionar un ejemplo, tenemos muchas instituciones privadas expidiendo diplomas para carreras cortas – casi siempre carreras de moda, que dentro de cinco años o menos estarán saturadas de egresados, que a su vez causarán un exceso de candidatos a las plazas existentes, y por ende, fijando su compensación económica y permanencia en el empleo a las fuerzas del mercado. El resultado: los que consiguen trabajo lo harán al sueldo más bajo legalmente posible y si su desempeño es adecuado, habrá docenas de candidatos desempleados dispuestos a tomar su lugar.
Por otro lado, en el caso de profesionales titulados por la universidad del estado, muchos terminan emigrando a otro país –usualmente a los Estados Unidos-, porque el país sencillamente no tiene dónde emplearlos. El haber ofrecido la oportunidad para cursar la carrera a alguien que no podrá vivir de ella apunta a una pobre planificación. Cada talento que emigra echa por la borda la inversión considerable de recursos que Puerto Rico invirtió en ellos.
El titulo, como bien de consumo, nos lleva a varios otros escenarios. Muchos de los grados vocacionales o universitarios requieren una amplia inversión en tecnología, y por tanto, los costos de algunas carreras aumentan vertiginosamente. Llega el momento en que solamente familias acaudaladas podrían proveer educación en estas carreras a sus hijos. Llega además el momento en que las instituciones educativas deben replantear sus prioridades para con desarrollar currículos de estas carreras –impactando significativamente la filosofía educativa que alguna vez intentaron profesar.
Otro problema a enfrentar es cuando se favorece la educación simplificada a lo estrictamente necesario, precisamente por aplacar esas fuerzas de mercado. En el caso de la educación universitaria, por ejemplo, la presión para limitar la exposición de alumnos de carreras en las ciencias a las humanidades y artes liberales, y viceversa, tiene sus defensores a ambos lados de la verja. ¿Acaso tres horas/crédito de un curso sobre uso básico de computación deben valer lo mismo que tres horas/crédito de literatura clásica? ¿Acaso un titulado debe cursar ambos cursos? ¿Acaso el profesorado debe ser subcontratado a tiempo parcial para cubrir la demanda de algunos cursos especializados? Si fuera el caso, ¿se debe sacrificar la seguridad de empleo de académicos numerarios? No son preguntas fáciles de contestar.
Otro problema ocurre cuando se pretende evaluar la eficacia de la educación utilizando pruebas diagnósticas. En los Estados Unidos se ha armado toda una industria alrededor de estas pruebas, y esta vertiente está llegando a otros países. Hay quien dice que no hay forma de redondear la educación de un estudiante sin validar constantemente cuánto aprende; hay quien dice que factores de lucro y otras fuerzas no deseables son los verdaderos motivadores tras estas pruebas. Administrarlas y preparar estudiantes para ellas se vuelve entonces una prioridad. En casos extremos, las pruebas determinan incluso la existencia misma de un colegio, si sus egresados tienen un desempeño consistentemente pobre a lo largo de varios años. Alrededor del rescate de estos colegios se ha erigido otra industria – la de capacitación suplementaria a profesores (y de ofrecer tutorías a los alumnos). En fin, se arma todo un esquema que, según sus detractores, sólo sirve para su propia supervivencia, y que no logra grandes progresos en la educación de su clientela.
Hay otros factores que merecerían considerarse, que no podemos cubrir por razones de espacio y tiempo, pero no quiero pasar por alto el factor más decisivo, en mi opinión, que debemos enfrentar cuando de educación se trata. La educación pública como instrumento de movilidad social dentro de un país debe ser la primera prioridad. En algunos países lo es; en otros países –sobre todo aquellos con mucha desigualdad social, algunas instituciones educativas públicas refuerzan estas diferencias. Obviamente no todo el que se titula progresará económicamente en la sociedad, pero si la sociedad responsable por educar plantea además barreras, cuotas, exámenes subjetivos, y demás escollos, con tal de que un solo tipo de egresado se titule, entonces la educación pública no está cumpliendo con ese rol de ecualización social.
En fin, con educación no basta. Se trata de educar bien. Se trata de educar poniendo al estudiante, sus necesidades y las del país, primero por sobre toda consideraciones. Se trata de asegurarse que todo el que aspire a educarse, lo pueda lograr. Se trata de asegurarse que, como dice el mantra educativo que dio paso a una ley educativa atroz vigente en los Estados Unidos, “ningún niño quede rezagado…” pero no montando todo un esquema bizantino cuyo propósito principal es de todo, menos educar al estudiante. Se trata de que el país se asegure que tiene trabajadores diestros y profesionales donde y cuando realmente se necesitan. Se trata de que el país se adapte a sus circunstancias, pero no con la idea de reaccionar, sino de crear el ambiente adecuado para su progreso. Finalmente, se trata de asegurarse que quien se educa tenga la oportunidad de poner en práctica lo que aprende. Lograr eso requiere de líderes visionarios, que sepan mirarse a sí mismos y al país al que le sirven de forma crítica y piensen en la educación como una inversión, y no como un medio de supervivencia propia, donde medien el lucro o la mezquindad.