‘Mi voto va en homenaje a Carlos Alberto Brilhante Ustra, el terror de Dilma Rousseff’. Así habló el legislador Jair Bolsonaro, durante la sesión extra convocada para la admisión del proceso de impeachment de la presidenta de Brasil, refiriéndose a nadie menos que al oficial que la torturó durante el gobierno militar. No hay palabras para expresar toda perplejidad e indignación provocadas por tamaña agresión, en plena Casa del Pueblo, como cariñosa – y cada vez más incoherentemente – llamamos a la Cámara de Diputados.
¿Cómo dar combate a niveles de insensibilidad como estos? Mientras retumba cada vez más fuerte el coro de los misóginos, xenófobos, racistas, homofóbicos, fundamentalistas, muchos de nosotros asisten, atónitos, a tal teatro de horrores. Mientras se derrumba, en nombre de Dios y de las familias, a la primera presidenta mujer de un país, electa por 54 millones de votos, crece entre los electores estadounidenses el nombre de un millonario que promete expulsar del país a los mexicanos. ¿Volvimos a la Edad de las Tinieblas?
Lo que estamos asistiendo, en Brasil, nos recuerda a las antiguas costumbres de expiación pública de una persona para la purificación de un grupo. Muchos de los que apoyan el impeachment admiten, abiertamente, que Dilma Rousseff tendría que salir por la falta de gobernabilidad y toda la crisis económica desencadenada en su gestión, no importando si hubo o no crimen, sin hacer diferencia entre acciones de su partido y correspondientes coaliciones, y la misma jefa del ejecutivo. El detalle sórdido es que, según nuestra Constitución Federal, sólo si hay un crimen claro cometido por la presidenta en persona, se justificaría la instauración de un proceso de esta magnitud y gravedad. Incluso la abogada que impartió la demanda, Janaina Paschoal, argumentó durante la acusación presentada en el Senado Federal, que la presidenta debería ser juzgada por el conjunto de la obra, no solamente por el objeto de la demanda, proponiendo una verdadera aberración jurídica. Entonces ¿qué pensará la gente que acompaña por los medios televisivos que tenemos acá, controlados por los viejos oligarcas brasileños, como hemos denunciado acá mismo, en Medios Lentos? Ante la falta de coraje y organización para enfrentar los problemas de frente, escogemos tirar la bruja a la hoguera. He preguntado a la gente con quien converso ¿qué sistema moral exige, o mismo acepta, que se practique una injusticia para corregir otra? Nuestros tiempos parecen admitirlo. ¿Con cuánta apatía e insensibilidad se crean las condiciones para que brote algo como el Estado Islámico?
Las contradicciones de ciertos movimientos religiosos, en Brasil, quedan cada vez mas evidentes. Enemigo declarado del gobierno desde la abertura de la comisión especial que juzga su quiebra de decoro parlamentario, Eduardo Cunha es el nombre más citado en listas de corrupción, figurando incluso entre los millones de dólares de los Panama Papers. Al mismo tiempo, comanda una verdadera legión de súbditos, que constituyen lo que aquí se llama la bancada evangélica, conjunto de parlamentares y líderes religiosos como Marco Feliciano y Silas Malafaia. Entre sus hechos, sea en las Asambleas Legislativas municipales o regionales, sea en el Congreso Federal, están los proyectos de criminalización de mujeres que vengan a practicar el aborto y el que propone la ridícula propuesta de la cura gay. Más recientemente, fueron los responsables mayoritarios por la admisión del proceso de impeachment en la Cámara, y han logrado aprobar la prohibición de posicionamiento político de los maestros en escuelas y universidades. ¡Sí, ustedes han leído bien: algunos profesores están prohibidos de emitir opinión acerca de los acontecimientos políticos en sus clases!
Tengo que repetirlo: ¿nos dejaremos llevar por la Edad de las Tinieblas? ¿Será el fin del Estado Laico, como ya nos advierten algunos?
Estamos ahora en lo que podríamos nombrar el tercer momento del golpe en curso. Jurídicamente, Dilma está temporalmente alejada de su cargo, mientras el Senado le otorga andamiento a la demanda. Pero todos saben que, políticamente, las chances de que vuelva son nulas. Michel Temer, el presidente en ejercicio, y su nuevo equipo ministerial, tienen amplio margen de maniobra ya que, para cada error que cometen, evocan el Estado de caos que encontraron al asumir la dirección del país. En nombre de nuestra salvación justifica cada una de sus arbitrariedades, como la disolución de los ministerios de Cultura, de las Mujeres, y de Igualdad Racial y Derechos Humanos; el freno a los proyectos sociales como el Minha Casa, Minha Vida, que garantizó el acceso a la casa propia a miles de personas pobres; o las proposiciones de alteración de la Consolidación de las Leyes de Trabajo que, claro está, demandaría amplia discusión parlamentaria, consultas a los sectores sindicales y a ciudadanos de manera general. Para que sepamos más sobre nuestras instituciones democráticas: hace quince días, el Tribunal Superior Electoral de Brasil consideró a Michel Temer culpable de haber pasado dinero ilícito para políticos en la última campaña electoral de São Paulo, y no podrá ser candidato a cargo público en el período de ocho años. Aun así, en este mismo minuto, ocupa el más alto puesto del Ejecutivo de un país de dimensiones continentales. ¿Cuál es el grado de compromiso de un pueblo que admite tales locuras en su régimen político? ¿Cómo esperar algo de la clase política, si nos permitimos andar tan lejos de las decisiones?
Me ha preguntado el querido Vicente Serrano, conocido y premiado por la autonomía de su labor periodístico, en su programa diario en Chicago, Sin Censura: ¿Existe la posibilidad de un levantamiento del pueblo en caso que se destituya definitivamente a Dilma Rousseff, o el pueblo estaría dispuesto a darle una segunda oportunidad a personajes más conservadores, hacia la derecha, en Brasil? Tal pregunta abre paso a lo que considero el punto central de esta crisis: sólo una polaridad tan intensa y ciega puede sostener a tamaña crisis política.
Todos los días hay levantamientos en las calles del país. Los estudiantes, artistas, sindicatos, representantes de los movimientos sociales, y una verdadera red virtual de periodistas que antes denunciaban la esencia golpista de tales maniobras, denuncian ahora las incoherencias de este gobierno interino. Sin embargo, la contraparte, la hinchada adversaria – en eso nos hemos convertido, al final – que clamaba por el fin de la corrupción, por la recuperación de la economía, por el respeto al pueblo, no ha dado siquiera una palabra frente a todo el saqueo en curso. Los periódicos internacionales The New York Times y The Guardian publicaron que el alejamiento de la presidenta ha empeorado la situación de Brasil; y también que, entre ministros, secretarios y articuladores del nuevo gobierno, hay investigados e incluso condenados por corrupción, y hasta un abogado involucrado con el PCC – Primer Comando de la Capital, conocida organización criminal de São Paulo. ¿Dónde están las voces que exigían el impeachment a cambio de la moralidad política?
Sin embargo, me parece que la intransigencia de esta ala en no reconocer los datos en contra de la coalición golpista, es una especie de revancha silenciosa contra la intransigencia de la izquierda – si es que se puede hacer aún alguna distinción entre derecha e izquierda, en nuestros escenarios políticos. Parece increíble, pero están los que creen en la inocencia de la directiva del Partido de los Trabajadores, sin esforzarse tampoco en diferenciar del proceso ilegítimo de impedimento, las denuncias legítimas contra la evidente corrupción y maniobras irresponsables del partido de la presidenta. Su ideología les impide cuestionarse, quizá, de modo a quebrar este ciclo vicioso (ver datos recientes acerca de los desvíos de dinero para la construcción de la hidroeléctrica de Belo Monte). Mirando cada cual a su ombligo, es difícil ver lo que hay más allá de todo este lodo. Usar la perspectiva más sistémica nos ayudaría a percibir que cuanto mayor es la polaridad, menores son las chances de organizarnos civilmente. Cuanto más atrincherados nos quedemos unos contra los otros, mayor va a ser la impunidad para los verdaderos responsables por todo este caos.
Como hermanos chicos al darse cuenta de que su pelea aleja a ambos de sus objetivos, tenemos la obligación de recuperar y promover la unión entre nosotros. Terminemos con tamaña polaridad y violencia que estamos generando, repensemos nuestras creencias e instituciones, recriémonos culturalmente, o sucumbiremos todos, sin distinción, bajo las gruesas camadas de insensibilidad y falta de compromiso con que nos estamos cubriendo.
Quiero creer que, desde el fondo de este Tártaro, podamos encontrar nuestro pote de oro, y salir más fuertes y capaces. Encontremos en las crisis las oportunidades de conocernos mejor, de acercarnos a nuestros grandes problemas, de ensayar nuevos comportamientos, y promover los cambios necesarios.