La actividad deportiva es una excelente forma de dejar atrás barreras sociales, económicas, de salud y hasta de religión. Y el Estado no debiera olvidar esto.
Cuando en 1994 Nelson Mandela asumió la presidencia de Sudáfrica, el país arrastraba una dura herencia cultural: medio siglo de apartheid. Por entonces, el histórico líder comprendió que entre todos los recursos de los que podía echar mano para volver a unir a su pueblo había uno que poco se había explotado: el deporte. Sobre este, Mandela decía que “tiene el poder de unir a la gente como pocas cosas lo tienen”.
Lo que sirvió en Sudáfrica para tirar abajo barreras raciales -y que tuvo su pico en el Mundial de Rugby de 1995 ganado por el seleccionado africano, una victoria nacional- aún hoy, en cualquier rincón del mundo, continúa siendo un recurso invaluable para atravesar otras divisiones con las que convivimos a diario. Porque si bien la cuestión racial no es el gran problema para muchos países (aunque no deja de ser una realidad en algunos), múltiples formas de exclusión se suceden a diario en la humanidad. Las cuestiones de salud, de status social o económico son muchas veces formas de discriminación tan grandes como lo eran las actitudes inhumanas tomadas en contra de las personas de raza negra.
Argentina está llena de ejemplo aislados en los cuales el deporte fue el medio por el cual se logró combatir con éxito estos problemas de desunión. Algunos de los cuales resultan a veces imperceptibles. Por eso valen algunas anécdotas.
Algunas de las mejores historias de este tipo las cuenta Diego Capelleti. Se trata de alguien que, vestido de entrenador de fútbol, combate las desigualdades con su proyecto Creciendo con el Fútbol. Uno que comenzó con ofrecer clases gratuitas los domingos dos horas en una plaza de Buenos Aires y que hoy cuenta con una escuela organizada, con apoyo del gobierno de la Ciudad y con un equipo de profesionales del fútbol y la nutrición que buscan ayudar a chicos. Durante su trabajo con niños ha sumado a sus grupos a chicos tan humildes que carecen de zapatillas y ha incentivado a los propios niños del equipo a integrarlo y hasta ayudarlo con sus necesidades.
Pero el poder del deporte va más allá de eso y hasta puede derribar otros prejuicios. “La gente habla de inclusión en el deporte, pero cuando puse a atajar en mi equipo a un arquero con Síndrome de Down pensaron que estaba loco”, dijo una vez Capelleti sobre la historia que cuenta en su libro “Creciendo con el fútbol”. Es la historia de Matías, un chico al que la propia madre intentó convencer sin éxito que no podía jugar en un equipo convencional. Diego la contradijo y no solo le dio lugar en su equipo, sino que convenció al resto de los jugadores de que Matías atajara en competencias.
En varios otros deportes las personas Síndrome de Down encuentran la integración que luego desarrollan en su vida. Nora Goldfinger, por ejemplo, descubrió que el golf era la forma para integrar a su hija Vanina y desarrollar sus capacidades. Hoy Vanina no solo sabe desenvolverse entre hoyo y hoyo, sino también como profesional, algo que dio pie a su madre a crear una fundación que ayuda a decenas de chicos, mediante el golf y un equipo terapéutico. “Hasta sus propios padres se sorprenden de todo lo que pueden hacer”, cuenta Nora.
En la Patagonia, en el Cerro Bayo de Villa La Angostura, las limitaciones también pasan a un segundo plano: las Fundación Todos Podemos da clases gratuitas a chicos con cualquier tipo de discapacidad. Chicos que han desarrollado desde el deporte la confianza necesaria para integrarse, por ejemplo, a mundo laboral. También funciona en el orgullo de sus padres por comprender todo aquello de lo que sus hijos son capaces.
Pero las barreras socioeconómicas y de salud no son las únicas que se derriban con el deporte. De ello puede hablar Eduardo Perel, un argentino, director técnico de fútbol, que desde hace más de veinte años vive en Israel. Allí, el fútbol es la luz de esperanza a que judíos y árabes puedan dialogar.
Perel ha trabajado en un programa que consiste en clases de fútbol mixtas, tanto en ciudades judías como árabes. Y siempre le gusta decir: “el grito de gol une a judíos y árabes, eso significa que algo en común hay”. Algo similar desarrolla en el club Kfar Iasiv, ubicado en una ciudad árabe y en donde conviven musulmanes y católicos que también dejan de lado sus diferencias gracias a la pelota.
Un último ejemplo muestra cómo, además del deporte, la creatividad es una forma de integrar. En la provincia de Buenos Aires, la Asociación Civil Andar ha creado la Liga de Fútbol Inclusiva, con una particularidad: el torneo permite que jueguen juntos personas con alguna discapacidad física o mental o aquellos sin ella. En cambio, los equipos se arman y luego agrupan según nivel, independientemente de la discapacidad o falta de ella de sus integrantes. Cuentan sus organizadores que los espectadores no reparan en que se trata de un torneo distinto a cualquier otro a la hora de mirar los partidos. Otra vez, el deporte iguala.
Tal vez, lo que hace falta en Argentina y otros tantos países latinoamericanos es emplear el método Mandela. Y comenzar a replicar las canchas como una política de Estado.