Puerto Rico: la muerte a plazos de un país


Toma aérea parcial de Santurce, barrio urbano de San Juan, tomada el 25 de marzo de 2018

Quienes sean lectores asiduos de Medios Lentos están ya acostumbrados a leer notas ocasionales sobre Puerto Rico, mi país. Algunos de ustedes se preguntarán qué habrá pasado en el archipiélago boricua desde el paso de los huracanes Irma y María en septiembre de 2017. A seis meses de ambos desastres, el panorama es cada vez menos alentador. El experimento social puertorriqueño probablemente ha sido la víctima mas notable de estos fenómenos atmosféricos.

Incluso antes de las tormentas, el panorama en Puerto Rico era desalentador. El país comenzaba a experimentar su séptimo año fiscal consecutivo en recesión económica. El gobierno puertorriqueño, casi en bancarrota a causa de la acumulación de más de $73 mil millones de dólares en deuda pública, sencillamente estaba incapacitado para poder manejar cualquier desastre natural mayor. Cuarenta años de alternancia del binomio de partidos coloniales neoliberales que ha pretendido gobernar a Puerto Rico ha dejado como resultado un expolio sistemático del país, disfrazado de crecimientos sistemáticos de la plantilla gubernamental. La inauguración de múltiples obras públicas faraónicas, usualmente financiadas por deuda pública, pero construidas por empresas privadas de la afiliación política correcta, daban la falsa impresión al mundo de un país en desarrollo.

Recordemos que Puerto Rico es una colonia estadounidense desde la invasión de ese país al nuestro en julio de 1898. Tuvo desde hace cerca de siete décadas una constitución política propia con relativa autonomía dentro del marco jurídico estadounidense, pero recientes sucesos legales y políticos han debilitado esa autonomía hasta convertirla un estorbo para las pretensiones hegemónicas del actual gobierno, que intenta anexar a Puerto Rico a la unión de estados. Las prioridades de ese gobierno han sido: congraciarse con los lideres políticos estadounidenses, y quizá intentar servir de intermediarios para autopreservar el poder y los inflados salarios de sus dirigentes. La prioridad, desde luego, no ha sido preparar a un país para el desastre.

Como virtual castigo al país por autoinfligirse su enorme deuda pública, y queriendo aplacar a los deudores que financiaron esa deuda externa (la única en el mundo con triple exención contributiva garantizada por ley), el gobierno de Barack Obama autorizó la creación de una Junta de Control Fiscal, una entidad que pretende garantizar el pago de esa deuda aplicando al gobierno de Puerto Rico la misma receta neoliberal que el Fondo Monetario Internacional ha aplicado a países que han experimentado crisis similares. Se busca revivir la economía del país mediante el desmantelamiento del estado benefactor, mediante la privatización de corporaciones públicas perdidas, la reducción en el gasto público, los cortes drásticos a las pensiones a los jubilados, y la atracción de capital extranjero con virtual mano libre para invertir, pagando pocos impuestos. Esta receta ha funcionado mal en casi todos los países en los que se ha implantado, particularmente por sus efectos nocivos a la hora de desarrollar una clase empresarial nativa en los países donde se ha implantado, y por casi evaporar las oportunidades de desarrollo de la juventud en esos países. En cambio, su “control” sobre el malgasto público es virtualmente nulo.

Los huracanes Irma y María, por ende, no pudieron azotar a Puerto Rico en un peor momento. En combinación, ambas tormentas causaron daños a la economía puertorriqueña estimados en $95 mil millones de dólares – mucho más que la deuda pública vigente. La cuantía de daños sugiere que el huracán María, con vientos sostenidos de hasta 280 km/h, ha sido la tercera tormenta más dañina, en magnitud de daños, en la historia de estos fenómenos en áreas bajo la jurisdicción de los Estados Unidos.

Añada a la destrucción causada por las tormentas la colusión entre el gobierno local, la Junta de Control Fiscal, los bonistas extranjeros, y el gobierno estadounidense, y el efecto combinado es la virtual “tormenta perfecta,” al lado de la cual, hundir a Puerto Rico bajo el mar en un cataclismo apocalíptico hubiera sido mejor suerte que la lenta tortura que sufrimos hoy día.

Veamos varios ejemplos:

La cifra oficial de muertos causados por el huracán María alcanzó las 64 personas. La cifra real de muertos, sin embargo, sobrepasa las mil personas: se trata mayormente de fallecidos por condiciones crónicas que empeoraron por falta de cuidado o suministros médicos, por falta de electricidad, o por accidentes. Para el gobierno local, minimizar la cifra oficial de muertes fue incentivado por dictámenes ordenados desde Washington. El gobierno estadounidense, temiendo a reacciones ciudadanas parecidas a las ocurridas a raíz del azote del huracán Katrina a la ciudad de New Orleans hace algunos años, intentó dar la impresión de estar bajo control de la situación desde el mismo principio. A esos efectos, el gobierno estadounidense impuso múltiples criterios estrictos para limitar su ayuda a los damnificados; entre estos criterios, algunos para determinar si los sobrevivientes de los fallecidos eran merecedores de ayuda económica. Al día de publicarse estas líneas, solo el 28% de las reclamaciones de daños causados por el huracán han sido honradas por el gobierno estadounidense.

Como medida de control mediático, los puertorriqueños tuvimos que soportar además el patético espectáculo de recibir de nuevo -esta vez como presidente- a Donald Trump, en una visita organizada a pocos días de la emergencia. En uno de los eventos, Trump minimizó el conteo de muertes, y regañó a los puertorriqueños por lo mucho que remediar la emergencia le costaría al erario estadounidense. Trump además repartió rollos de papel toalla (como quien lanza balones de fútbol) a los asistentes a una congregación fundamentalista de expatriados estadounidenses, ante una audiencia escogida de funcionarios gubernamentales y “víctimas” del municipio más acaudalado del país.

Ambas tormentas dejaron en su momento a casi toda la población del país sin electricidad. El esfuerzo de restauración del sistema eléctrico del país ha sido lento y frustrante. A seis meses de los fenómenos, aún 200 mil puertorriqueños viven sin servicio eléctrico; aquellas áreas todavía a oscuras instauran un récord mundial por cada día adicional que pasan sin luz. Los afectados mayormente viven en la región montañosa del centro del país, pero existen aún damnificados citadinos en ciudades grandes como Bayamón, con cerca de 15 mil habitantes sin electricidad.

El gobierno de los Estados Unidos asumió jurisdicción sobre la restauración de servicio eléctrico, la prestación de ayuda y suministros, y la reconstrucción temporera de hogares dañados. Aparenta ser que allegados a la gerencia de la Autoridad de Energía Eléctrica del país -ya en precario con más de $12 mil millones de dólares en deuda- coordinaron la contratación casi inmediata y sin limites, de al menos un contratista con conexiones directas al gobierno de Donald Trump; una empresa que, al momento de contratarse, tenía solamente cuatro empleados. Este no fue el único contrato expedido a la carrera y sin restricciones por el gobierno local. Analistas políticos puertorriqueños hablan de la creación de una virtual “industria del desastre,” donde más de 16 mil contratos han sido expedidos a toda prisa para suplir todo tipo de servicios, incluyendo fotógrafos que ganan $80 mil dólares al año, y celadores de infraestructura eléctrica extranjeros ganándose más de cinco veces lo que ganan sus contrapartes puertorriqueños.

La emergencia provocó que los ojos del mundo se posaran sobre Puerto Rico. Múltiples organizaciones no gubernamentales de fuera del país intentaron ayudar, al igual que miembros prominentes de la industria del entretenimiento en los Estados Unidos. El flujo de donativos en efectivo y suministros, sin embargo, fue controlado por funcionarios gubernamentales: un fondo de $30 millones de dólares de esos donativos ha provocado polémica por lo relativamente poco que se ha desembolsado de él. En algún momento, los manejadores del fondo sugirieron construir parques pasivos, en vez de socorrer a damnificados, con ese dinero. Donaciones de suministros y recursos humanos a desde países con filosofías políticas no simpáticas al gobierno de Donald Trump fueron rechazadas de plano.

Fuentes como la revista cibernética Político indican que la Autoridad Federal de Manejo de Emergencias, principal coordinadora de la respuesta gubernamental estadounidense, desplazó tres veces más recursos a la emergencia del huracán Harvey en el estado de Texas que a Puerto Rico. Puede ser comprensible que era mucho más fácil desplazar a estos recursos por tierra y no por avión a islas en medio del Caribe, pero tan cosa no justifica que se haya desembolsado 12% más de fondos a los damnificados de Harvey que a los de María, en una cuarta parte del tiempo. De hecho, para paliar esta crisis, Puerto Rico recibiría un préstamo (¡otro más!) de $2 mil millones de dólares, aprobado a finales de octubre de 2017 pero no desembolsado todavía, para remediar la emergencia. El préstamo viene acompañado de un pre requisito: que Puerto Rico demuestre que puede cumplir sus obligaciones sin quedarse sin dinero en caja. Buena suerte con eso.

Esa garantía impuesta por los Estados Unidos tiene tres factores en contra. El primer factor es la virtual paralización de la economía puertorriqueña, que databa de antes de las tormentas. El segundo factor es la insistencia del gobierno local en traer “recursos de clase mundial,” extranjeros casi todos, para ensayar a gobernar un país bajo la receta neoliberal impuesta por la Junta de Control Fiscal. El tercer factor es el desmantelamiento de, precisamente, aquellas entidades gubernamentales puertorriqueñas que pueden traer autosuficiencia al país en tiempos de crisis. Las tres cosas desalientan a los puertorriqueños, al grado de que los casos de emergencias de salud mental en Puerto Rico se hayan triplicado desde las tormentas.

Cerca de 160 mil puertorriqueños abandonaron el país a raíz de los huracanes, huyendo de un lugar momentáneamente paralizado, con servicios públicos frágiles, y poca estabilidad económica. Buena parte de los emigrados no regresó al país, y pasó a engrosar una población de más de 4,6 millones de puertorriqueños viviendo fuera de Puerto Rico, Se estima que de aquí a finales de la década, Puerto Rico habrá perdido cerca de 400,000 habitantes, regresando a niveles poblacionales que no había experimentado desde hace 90 años. Con menos habitantes, hay menos dinero de impuestos para allegar a las arcas gubernamentales, y por ende, menos dinero habrá para pagar deuda.

Los responsables del gobierno de Puerto Rico han recibido múltiples críticas. Se critica la inexperiencia por parte de muchos de sus funcionarios -empezando por el propio gobernador de Puerto Rico, Ricardo Rosselló Nevares, en su primer trabajo gubernamental a tiempo completo. Se critica la arrogancia inexperta de múltiples funcionarios producto de universidades estadounidenses, con poca afiliación o empatía por Puerto Rico. Para muchos de ellos, entidades que promueven la movilidad social como la Universidad de Puerto Rico -que recibió un recorte de $350 millones de dólares antes de la emergencia, y que pronto verá su número de recintos reducidos de once a cinco- son un mero estorbo para el crecimiento de una nueva clase oligarca de “ciudadanos estadounidenses residentes en Puerto Rico.” Algunos de estos resistentes son multimillonarios que, con solo vivir más de 180 días en Puerto Rico, ven su responsabilidad contributiva casi eliminada, tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico. Son los mismos que, como decía el finado líder independentista puertorriqueño Pedro Albizu Campos, están “interesados en la jaula, y no en los pájaros.” Quizá buscan hacer de Puerto Rico un segundo Hawai, con el menor número de “nativos” que estorben.

Cinco funcionarios del gobierno de Puerto Rico ganan más de $200,000 al año, aún después de la emergencia. Aparte de eso la mayoría de los funcionarios de la Junta de Control Fiscal ganan muchísimo más que funcionarios con mucha más responsabilidad en entidades gubernamentales del resto del mundo. La directora ejecutiva de la junta, Natalie Jarelsko, responsable por múltiples acciones de privatización en Ucrania, país del cual su familia es oriunda, gana $650,000 al año. En comparación, el salario nominal del presidente de los Estados Unidos es de $400 mil dólares al año.

En parte debido al éxodo masivo de puertorriqueños de su país, y en parte para provocar las condiciones adecuadas para una privatización parcial del sistema público de educación, se han cerrado cerca de 400 colegios, y declarado como “excedentes” a miles de maestros. Los profesores, que históricamente habían optado por tener su propio plan de pensiones, descubrirían más tarde que el plan había sido menoscabado casi hasta el punto de la liquidación de activos. Hace poco, la secretaria de Educación, oriunda de Pennsylvania y residente permanente de un hotel de lujo, anunció la privatización de ofrecimientos en una cantidad substancial de colegios, aplicando la misma receta de educación por lucro que promueve la secretaría de Educación de los Estados Unidos, Betsy DeVos. Los empleados sobrantes podrán optar por trabajar para las compañías educativas privatizadoras. Desde luego, podrán optar si quedan las plazas de trabajo disponibles.

La Junta de Control ha solicitado al gobierno local además una reestructuración. Como resultado, casi todas las entidades gubernamentales relacionadas con la preservación y el desarrollo de la cultura puertorriqueña perderán empleados o serán cerradas. Igual sucederá con entidades que proveen servicios de salud a empleados accidentados, o a pacientes con condiciones caras para mantener.

La estocada final ha sido el anuncio de una reforma laboral que reduce los derechos previamente conquistados por los trabajadores de corporaciones privadas. La medida reduciría substancialmente los días de vacaciones y enfermedad a los que tendrían derecho los trabajadores. Las protecciones contra los despidos injustificados se eliminarían por completo, así como las bonificaciones de aguinaldo de Navidad. La medida busca además la liberalización de las condiciones para contratación irregular, lo que en países como España se llama “contratos basura.” Todo esto se ofrece bajo la promesa de un aumento escalonado al salario mínimo de los trabajadores puertorriqueños- y habrá casos de excepción en la ley para pagar incluso menos bajo circunstancias particulares.

El que un funcionario gubernamental gane un salario equivalente al de seis de sus subalternos es reprobable. El que se lo gane en un país en bancarrota es una obscenidad. El que ese mismo funcionario defienda la cancelación de derechos adquiridos por esos mismos empleados, o sus contrapartes en la empresa privada, ya raya en el abuso de confianza.

En este compás de espera, aquellos puertorriqueños que hemos permanecido en el archipiélago boricua hemos desarrollado algo que los medios corporativos oligárquicos locales llaman “resiliencia,” pero que es precisamente todo menos eso. Naomi Klein, la mismísima postuladora de la llamada “Teoría del Shock”, bajo la cual los gobiernos represivos ablandan la voluntad de un país hasta aceptar la medicina amarga del neoliberalismo, se sorprendió del aguante de los puertorriqueños ante toda esta situación. Igual asombro mostró un gobernador de los Estados Unidos, esta vez ante la lentitud de las brigadas eléctricas en restablecer servicio. El puertorriqueño ha optado por enfocarse en su supervivencia en el día a día… y si tiene la fortuna de poder mudarse lejos, probablemente a una ciudad estadounidense como Orlando, optará por hacer precisamente eso.

En pocas palabras: no es una exageración afirmar que, si bien Puerto Rico apenas se recupera del paso de ambos huracanes, la respuesta gubernamental aplicada por los gobiernos estadounidense y puertorriqueño va en vías de aplicarle la eutanasia a un país entero. Afirmar esto no es hipérbole; es una realidad lamentable.