Ritos de apareamiento
Como varón heterosexual criado en Latinoamérica –para ser preciso, en Puerto Rico-, crecí entre machistas en mi casa. Empezando por mi madre, que dejó de ser oficinista al casarse con mi padre, el proveedor que nunca llegaba de la calle. Mis dos abuelos tenían reputación, entre sus hijos y nietos, de ser “afortunados” por lograr la atención de las mujeres del pueblo. Mi abuelo materno tuvo dos hijas fuera de matrimonio… (Leer más)
Ritos de apareamiento
Como varón heterosexual criado en Latinoamérica –para ser preciso, en Puerto Rico-, crecí entre machistas en mi casa. Empezando por mi madre, que dejó de ser oficinista al casarse con mi padre, el proveedor que nunca llegaba de la calle. Mis dos abuelos tenían reputación, entre sus hijos y nietos, de ser “afortunados” por lograr la atención de las mujeres del pueblo. Mi abuelo materno tuvo dos hijas fuera de matrimonio. Mi abuelo paterno, a quien apodaban “El Dandy” por su porte distinguido de picaflor, se casó con mi abuela en menos de 34 días de cortejo. Mi hermano, el casado seis veces. Mi otro hermano, quien luego de convertirse al Evangelio para ser pastor confesaba, abiertamente y sin dejar nada a la imaginación, su accidentada vida amorosa… quizá para ofrecer, pastoralmente, ejemplos de qué no hacer.
Ante tales ejemplos –aparte del de mi hermana, que lleva una eternidad casada con su novio de universidad, y cuyo suegro abiertamente rechazaba a toda mujer que entrara en pantalones en su casa- no había muchas esperanzas de que yo, incluso siendo algo más tímido que todos ellos juntos, fuera algo distinto a ellos. La timidez en la primaria me intimidaba, sobre todo en tiempos de la temprana adolescencia. Y por tanto, en múltiples ocasiones, terminé más de espectador y de observador que de protagonista. Yo sinceramente creo que el maldito “friendzone” (la infame “zona de amigos”) lo inventaron conmigo en mente.
Vi, por ejemplo, cómo mi mejor amigo de la Intermedia (séptimo año posterior al kindergarten) cortejaba a la chica recién llegada, una verdadera muñeca de porcelana hecha mujer, de grandes ojos verdes y producto de un hogar extremadamente estricto –la misma chica que conversaba dulcemente conmigo horas enteras, mediando solo la atracción en una sola dirección. Vi cómo mi amigo pavoneaba a su deslumbrante noviecita como si se tratara de exhibir un trofeo. Y cómo luego la despreció, por puros celos, y se encargó de contar sus poco convincentes razones a todas sus amistades. Y luego vi cómo el antisocial de mi curso hizo a la misma chica su novia, y la maltrataba y humillaba en público, hasta hacerla llorar. Y estos chicos no pasaban de los trece años.
Y poco a poco vi cómo la dulce niña de los ojos verdes tuvo una sucesión de aprendices de bandidos por parejos, hasta el punto en que se rumoraba que uno de ellos la había embarazado en una noche loca. No fue cierto en ese momento… a los tres años sí ocurrió, una de esas profecías autoejecutables. Ella se casó con él sin amarlo, tuvo tres hijos, ambos se hundieron en el abismo de la drogodependencia… Todo hasta que un día ella, recuperada de sus adicciones por voluntad propia y por querer sacar a sus hijos adelante, se encontró conmigo en una tienda. Conversamos como cuando éramos chicos, pero esta vez fluía sin palabras la atracción mutua que no afloraba en un principio. El lenguaje no verbal gritaba por nosotros. Hasta que el chico de ella la jaló por la falda porque quería irse. Lo lamento, bella, pero se nos pasó el tiempo. A ambos. En otra vida será.
Alguna vez vi cómo ocurría el rito de cortejo en fiestas, en reuniones escolares, en pasadías. Todos los chicos, aprendices de seductores. Todas las chicas, aprendices de mojigatas. Aprendidos por memoria oral de sus padres. Cada cual aprendiendo a su vez a guardar distancias cuando procuraban no lucir vulnerables, mientras trataban de domar sus hormonas y no morir en el intento. Yo, racional cual Señor Spock, me extrañaba enormemente el contenido, la profundidad (o falta de ella) y la predecible efectividad de estos rituales.
Casi todos estos intercambios comenzaban con un piropo. Ay, el piropo. Yo, que ahora escribo para miles por hábito, aprecio cuando los aforismos cortos andan cargados de originalidad y picardía, pero nunca me sentí cómodo lanzándolos, prefabricados, a los oídos de alguna belleza. Ante una de ellas no quería pasar por lambón, como decimos en Puertorro – o sea, como adulador poco sincero. Mucho menos quería ser impreciso. Sí, la mujer de marras me deslumbra, me da orgullo de ser mamífero, me motivaría a perderme con ella por semanas entre arenas y matorrales… pero yo voy a sonar medio idiota si le llego a decir tal necedad, ¡por Dios! Adivinen: entonces siempre aparecía un idiota entero, decía la misma frase trillada, más cuarenta otras cosas ridículas, y terminaba del brazo de ella. Claro, como siempre, exhibiéndola como una propiedad.
Con los años, descubría que unas cuántas de las que rechazaron siempre mis avances de aguacatón (frase boricua que describe al cretino social) realmente compartían mi entusiasmo por ellas. Mucho. Pero en el contexto nuestro, siempre esperaron a que yo, el varón, iniciara las hostilidades. Y por no hacerlo, jamás nos enteramos.
Pero entonces, ¿cuántas veces dos seres humanos que se atraen, tienen múltiples cosas en común, se admiran, aprecian, desean y hasta se babean el uno por el otro, jamás lograron llegar a nada por la preconcepción social (y sí, machista), de que, si no hay una sucesión de puyas verbales mutuas –siempre iniciadas por el varón, y cada vez más picantes- no hay siquiera oportunidad de comenzar algo? ¿No se puede intimar, en el sentido literal de la palabra, entre dos seres humanos, sin armar todo un andamiaje de fantasías, exageraciones y falsedades? ¿Para luego ambos encontrarse, por ejemplo, desnudos de cuerpo y alma horas más tarde, sin saber ni qué decirse el uno al otro?
Y cuando ese rito de cortejo establece desde un principio una relación desigual, donde la coerción de pronto es más poderosa que el amor o el deseo, ¿valió la pena tanto teatro? Donde luego de terminar ambos juntos el machista comienza por los celos, sigue por las prohibiciones, y termina con violencia…Si no fuera verbal o emocional, a veces hasta física. Me acuerdo de la chica en universidad con la que hablaba yo de absolutamente todo, con muchísimo aprecio, una verdadera relación de amigos muy íntimos… hasta que se hizo novia de un tipo que, al yo saludarla enfrente de él por única vez, se presentó con un empujón y me ofreció llenarme la cara de dedos. Y para colmo, ella luego lo defendió. Así era él, y así van a ser las cosas de ahora en adelante. Bueno, mi querida pendeja, ojalá tengas una buena vida, si sobrevives a este troglodita jevo tuyo cuando te arrastre de los pelos.
En la época donde nos ha tocado vivir, donde la gente pone su vida entera bajo la lupa en redes sociales de forma poco discreta y casi no tiene secretos para nadie, en la era de las citas relámpago, los tiramigos, el apotestamiento feminista y el efecto de rebote de la macharranería herida, se redefinen aceleradamente la interacción entre los sexos y estos rituales. La redefinición ocurre incluso entre parejas potenciales de todos los espectros de género, pero entre los hombres y mujeres de Latinoamérica, como en mi adolescencia, ambos sexos andan nerviosos, titubeantes, despistados –solo que ahora tal redefinición ocurre no importando la edad.
Un paradigma, sin embargo, no acaba de romperse: la agresividad como punta de lanza para conocerse ambos casi como en tiroteo de guerra en Afganistán; la expectativa de que ambos tienen su rol, silente pero predefinido, y ese rol no puede variar sin incomodar a alguien. Incluso si la propia mujer iniciara el intercambio, realmente no importa el género cuando de lucir como un bruto (o bruta) se trata.
Usualmente, sin embargo, quien lleva la peor parte es la mujer: la que pasa por múltiples torturas físicas para lucir regia para el “meat market”, la mujer que se tiene de defender de los ataques verbales labiosos del paternalista, dejar pasar unos cuantos, y buscar la forma de escapar de la babosería, del hostigamiento, del tufo a ron (o Fernet) y las comparaciones picaronas con ángeles, carreteras, almohadas o parachoques de auto. Sin mencionar los avances físicos violentos, e incluso –cuando la cita es un desastre- los reproches hirientes a la entonces denominada puta por haber rechazado a un conocedor de la profesión. Seguramente por el muy boludo ser hijo de alguna.
Cuando uno ya ha establecido una relación duradera de pareja con alguien a quien uno quiere con toda su alma, para quien ya no hay secretos, en algún momento ambos, tendidos en alguna parte, recordarán estos rituales. Que en el caso de ellos funcionaron alguna vez, claro. Sabemos que en toda relación de pareja una de las personalidades tiende a dominar, pero mi deseo es que, si media el respeto entre ambos, el pavoneo y el “fronte” (como le decimos en Puerto Rico) solo será entonces motivo de risa. Y si ambos son verdaderamente iguales, cosa que requiere mucha humildad y honestidad de parte de cada uno, se querrán sin el perfume ni el maquillaje, desaliñados por la mañana (o a cualquier hora del día), sin falsos pudores: por lo que vale cada cual, por lo que admira uno del otro, más allá de cuánto se desearon –o desean. Sacarse de entre cuero y carne estos roles anticuados, donde él solo busca dominarla a ella, así sea solo para impresionarla, es un buen comienzo.
Y si ambos son así de afortunados, uno de ellos le dirá al otro: “prométeme que no tendremos que pasar por un cortejo de nuevo, jamás en nuestras vidas…”
Autor
Fiquito Yunqué
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