Quienes alguna vez migramos a otro país hacemos un salto de fe. En esta ocasión, no hablaré de quienes saben que su paso por otro país es temporal y tiene fecha de vencimiento, sino de quien emigra sin fecha de retorno. Tampoco hablaré de refugiados políticos, que son desplazados de sus países a razón de 44 mil al día, todos los días, en nuestro convulso planeta. No lo haremos, al menos por ahora.
Ya lo hiciéramos de buena gana, o contra nuestros buenos deseos, quienes migramos por razones económicas siempre lo hicimos con algo de dolor en la psiquis. Lo pensamos mucho antes de decirlo irnos, y nos lo cuestionamos docenas de veces. ¿Qué es lo que motiva que los dados estén cargados contra nosotros en nuestro propio país, que fuerza a que nos tengamos que ir? ¿Por qué tal factor o factores no se han resuelto, a veces desde hace siglos? ¿Por qué algunos gobiernos -como el de mi país, Puerto Rico- ha promovido incluso esa emigración (cosa que ha pasado múltiples veces)? Y a diferencia del refugiado político, ¿hasta cuándo se podrá, voluntariamente, permanecer en el país de uno, ese país que a veces lo tiene todo, menos la oportunidad de labrarse una vida digna?
Las respuestas a tales preguntas no importan tanto a la hora de tomar el medio de transportación del que se tiene el pasaje de ida, y despedirse de la familia, a veces para siempre. Lo que importa en ese momento es dejar a la gente querida atrás. Si, hay la esperanza de volver, o de mudar a los miembros aptos de la familia, aquellos que pudieran beneficiarse también del cambio, o aquellos que necesitan tanto o más apoyo que uno. Para quien emigra, los planes son múltiples, al igual que los sueños. Los sinsabores a enfrentar son igual de numerosos.
Hay culturas nacionales cuyos hijos han hecho el hábito de ayudarse mutuamente a la hora de migrar a otro lugar. Casi siempre se trata de nacionales que, virtualmente, se han apropiado de lugares específicos de alguna ciudad, y han literalmente mudado al país con ellos. Quienes migran y residen entre paisanos tienden a vivir la cultura propia por algún tiempo más. Algunos aventureros levantan medios de comunicación en el idioma patrio, restaurantes, bodegas, cafés, centros culturales, locutorios, todo un simulacro del país propio en el ajeno, para beneficio de sus paisanos. Otros procuran servir de comité de ajuste al “shock cultural: ofrecen ayuda legal para descifrar leyes bizantinas de migración, dan transportación a los recién llegados a sus lugares de trabajo o adoración.
Sin embargo, todos somos forzados a hacer el acto de magia diario de trasmutarnos a ser persona nueva: la del acento disimulado, la del idioma nuevo aprendido a palos, la que, como me dijo una migrante iraní una vez, “encienden y apagan el interruptor” de la cultura mutada a pura voluntad. Quien hace esta mutación diaria la realiza múltiples veces al día para evitar miradas raras, desprecio, insultos… prejuicio. Juicio previo. Juicio de otros, a veces aprendido por trasmano, y sin conocimiento de causa.
Quienes fuimos relativos pioneros mudándonos a regiones donde los paisanos son escasos, no la tuvimos tan fácil. Los paisanos que encontramos por el camino son los escasos puntos de referencia del mapa virtual de nuestra vida en el exilio. Hay una tienda de abarrotes de paisanos en tal lugar. Hay un restaurante de comida caribeña en tal sitio, y aunque lo qué pasa por comida puertorriqueña allí es una imitación incorrecta, al menos los platos son generosos. Hay una organización de emigrados con más de 90 años de existencia que celebra un festival en algún lugar a 80 kilómetros de aquí… hay que celebrar ese día. Hay un junte de compañeros de universidad a medio día de distancia en auto. Tales eventos y locales son, a veces, pequeñas dosis de vida acostumbrada dentro del caos de la adaptación.
Cuando el país receptor es hostil al inmigrante, o incluso cuando es tolerante pero no está acostumbrado a la cultura de quienes se integran a él, los choques son inevitables. Al inmigrante lo agrupan mentalmente en otros conglomerados. Los descendientes de culturas que normalmente no congenian se ven forzados a obviar sus diferencias con tal de enfrentar al adversario común: el patrono xenófobo, el cliente condescendiente, el ciudadano local sin paciencia para los acentos ajenos, el dueño de negocio o casero abiertamente hostil. Si hay diferencias en la fisonomía propia comparadas con las de los locales, la cosa es aún peor. La vestimenta, el recorte de pelo, el vello facial o su ausencia, la bisutería, el color de piel… todos son motivo al menos de miradas perplejas, en el mejor de los casos. Y en pocos casos, quien se puede integrar físicamente al lugar pero solo despierta sospechas al abrir la boca puede observar el cambio instantáneo en el rostro de su interlocutor. Recuerdo a un profesor mexicano de mi universidad que, mudado a Japón, se vio obligado a aprender japonés casi de inmediato, porque todos le hablaban japonés de solo verle su rostro.
Las realidades individuales de cada migrante se desarrollan bajo una negociación diaria frente al espejo. ¿Me integro? ¿Resistiré mis condiciones actuales de vida, o de trabajo? ¿Cuánto tiempo podré vivir de mis ahorros, si los tuviera? ¿Cuánto le puedo enviar a la familia? ¿De paso, me los podré traer también? ¿Vivo solo para trabajar? ¿Cuándo podré regresar? ¿Mi hogar está aquí o allá? Los pequeños en la casa que dejé, ¿me reconocerán? Si alguno de mis mayores se enfermara de urgencia, ¿podré visitarle? ¿Me darán permiso a darle mis respetos a mi familiar que fallezca?
Y todo en la vida propia se colma de proyectos. Si aparece alguien a compartir la vida con uno, ¿será de este lugar? ¿Será alguien que vino por trasplante al país? ¿Echaré raíces? ¿Podré regresar a vivir al país que dejé, cambiado, mutado también? ¿Reconoceré lo que dejé atrás? ¿Idealizo al país con vicisitudes que no me pudo retener? ¿Se me quitarán las ganas de regresar al minuto que me baje del avión? Y si tuviera hijos acá, ¿qué cultura tendrán? ¿La mía, la de mi pareja, o una amalgama de ambas?
Vendrán las visitas -a menos que las circunstancias propias sean precarias- de familiares que quieren saber de uno, y conocer este lugar raro al que nos mudamos. Los visitantes se asombrarán de los precios de todo. Los que permanezcamos en el lugar por varios años nos sentiremos nostálgicos hasta la próxima visita, que puede que se retrase más y más con el tiempo. Los visitantes notarán nuestros cambios físicos, y si nuestra situación económica mejora,se querrán mudar al lado nuestro.
Si somos afortunados, y nos fuera extremadamente bien, e hiciéramos vida próspera en el país que nos acoge, tendríamos que decidir entonces si nos quedamos a vivir en él. Si pasara todo lo contrario, seguramente tendremos que responder a docenas de preguntas de conocidos y familiares que querrán saber por qué nos fue mal. En cualquier caso, uno cambia: se vuelve una criatura de dos culturas, dos mundos, dos realidades, a veces difíciles de reconciliar.
Aún así, los que así lo hacemos podemos darnos el lujo de volvernos intérpretes culturales entre culturas, un rol que adquiere cada vez más valor en nuestro mundo cada vez más interconectado. En plataformas de medios electrónicos como YouTube, por ejemplo, han adquirido fama los canales de expatriados que, casi siempre por vivir en país ajeno y sentirse cómodos en él, han optado por explicarle al mundo cómo vivir en otra cultura. En algunos países, ha cobrado auge el hacer programas de “reality show” de paisanos que nos enseñan cómo viven en otro país. Ambos formatos mediáticos entretienen mucho, y son bastante didácticos. Mi esperanza es que aquellos que hemos pasado por el proceso de migrar seamos capaces de contar nuestras historias al mundo, y especialmente a los poseedores de ambas culturas. Cada una de esas historias ayudan a nuestro convulso mundo a entenderse mejor… y, sospecho que en mi caso, y el de mis paisanos, a entendernos a nosotros mismos.
Finalmente, aquellos países que ven transformada su faz al recibir el influjo de inmigrantes suelen pasar por experiencias de evolución, un tanto traumáticas a veces. Quien desconoce a los migrantes tiende a sospechar, a temer, e incluso a rechazar. Espero que estas notas le recuerden a quienes sospechan, temen o rechazan que nadie migra sin meditarlo, y pocos lo hacen por puro gusto. En nuestra humanidad tendemos a buscar lo que nos separa, y no lo que nos une. El proceso de aprender a tolerar y aceptar al que viene a vivir entre nosotros es largo, y requiere de mucha introspección, propia y colectiva. Como alguien que ha migrado, les pido: tomen el tiempo de entender al migrante. Reconozcan las aportaciones que realizan en nuestros países. Y reconozcan que las fronteras y los estados son construcciones humanas, y como humanas, no son perfectas. Solo pido que se pongan en nuestra situación, por un momento, antes de llegar a juicios valorativos colectivos hacia los hijos de otra cultura. A la larga, y mientras la vida no nos sugiera lo contrario, todos queremos volver al hogar. Algunos migrantes serán, irremediablemente, parte de nuestra propia cultura; mientras eso suceda, comprendamos cuánto la pueden enriquecer. Esa empatía nos llevará a mejorar nuestro mundo, poco a poco.
Por: Fiquito Yunqué