“La planificación por adelantado es un
determinante de clases. Los ricos, e
incluso los de clase media,
planifican para generaciones futuras.
Los pobres, sin embargo, sólo pueden
planificar para las próximas
semanas o incluso días”
– Gloria Steinem, líder feminista estadounidense
El incendio de Valparaíso en Chile, una tragedia cuyos orígenes datan de décadas. Foto de Daniel Hope Mass (usada con permiso)
Al momento de escribir estas líneas, el mundo entero se conmueve por las imágenes que llegan desde la ciudad de Valparaíso, en Chile, a raíz de los incendios que han arrasado con más de dos mil casas en sus comunidades más pobres, y ha dejado al menos doce muertos. El autor de este artículo tuvo la oportunidad de recorrer los cerros de Valparaíso en julio de 2012 –no solamente los fotogénicos cerros cercanos al plano urbano central de la ciudad, los de elevadores centenarios y casitas de colores casi despeñándose, sino muchas de las comunidades que precisamente se han quemado en este desastre.
Lo que ocurre con Valparaíso me toca de cerca. Valparaíso –puerto cosmopolita preñado de historia, que ya vio sus mejores días, media luna llena de historia bordeando el mar- me recuerda muchísimo a mi ciudad natal de Mayagüez, en Puerto Rico: otra media luna bordeada de cerros, adjunta esta vez al Mar Caribe. Mayagüez y Valparaíso, frente a océanos distintos, han vivido historias muy, muy parecidas.
Como Valpo, mi ciudad ha pasado por su cuota de desastres naturales. Mayagüez sufrió los estragos de un terremoto y maremoto en 1918; Valparaíso ha perdido cuenta de sus temblores, pero experimentó uno particularmente destructivo, en 1906. Mayagüez ha pasado por ocho fuegos grandes, uno de ellos en 1841, casi arrasó a la ciudad entera. En Valparaíso –y su vecina menor, Viña del Mar- los fuegos son una realidad cotidiana, aunque desde luego, jamás a la escala que hemos visto en estos días.
Mi ciudad, por su parte, experimentó una epidemia de cólera en 1856 que fue el bautismo de fuego -con perdón de la expresión- de un doctor recién graduado en Francia que, eventualmente, se convirtió en el proscrito Padre de la Patria Puertorriqueña, don Ramón Emeterio Betances. Al doctor Betances le tocó manejar una crisis de salud pública que enfermó a más de 9 mil habitantes y mató a por lo menos unos mil, incluyendo a su madrastra y a su cuñado. Durante un corto período en medio de esa crisis, a Betances le tocó manejar la epidemia solo, como único doctor entre una población que entonces apenas pasaba de 24 mil habitantes, mientras colegas suyos se enfermaban también de cólera o salían a buscar refuerzos. Del manejo de esta crisis, y de crisis similares, como la que nos motiva a hablar en estas líneas- hablaremos más adelante.
Para colmo, el compañero de luchas de Betances, el licenciado Segundo Ruiz Belvis –ex síndico de Mayagüez y quien fácilmente pudo haber sido el primer presidente de un Puerto Rico independiente, de otra haber sido la historia- murió precisamente en Valparaíso, en 1867. Ruiz, que andaba por Chile buscando fondos y apoyo a la causa independentista boricua, sufría de una gangrena de Fournier, una condición necrotizante del perineo, que le llevó a morir en un hotel de la calle Prat en Valpo. El más insigne educador boricua de toda nuestra historia, mi compueblano Eugenio María de Hostos, vivía en Chile en aquél entonces y reportó angustiado en sus crónicas su divagar por los cerros de Valparaíso, buscando entre sus múltiples cementerios el lugar donde a Ruiz, extranjero desconocido, había sido enterrado en un nicho sin identificar.
Hostos notaba que en Valparaíso, como en Mayagüez -y como en cientos de otras ciudades en el mundo- los pobres vivían precariamente en los cerros, apropiándose de terrenos en donde, como decimos en mi país, “los chivos comen con la emergencia puesta” (N. de R.: La “emergencia” es el freno de estacionamiento de un automóvil). En terrenos reclamados a la naturaleza de forma desesperada, el pobre se ve obligado a instalarse en algún lugar donde él o ella y su familia puedan subsistir, al menos, sin tener que pasar por la angustia de liberar casi todo su sueldo en arrendar una vivienda. Este tipo de decisión es, en parte, la causa raíz de los problemas que confronta Valparaíso en estos momentos. Los campamentos de 1867 son hoy las comunidades precarias de 2014. Nuestras comunidades de los cerros, hoy en día centenarias, son la herencia de la desesperación de nuestros antepasados.
Vivir en un cerro casi desafía la lógica –la fuerza de gravedad hace muy difícil acceder al lugar, así como proporcionarle utilidades públicas como agua (indispensable para apagar un fuego) y electricidad. Asear el lugar es otro reto: disponer de los desperdicios sanitarios y la basura en formas adecuadas requiere de esfuerzos y costos mucho más altos. La topografía obliga a construir de forma creativa para vencer el declive del terreno –cuando se dispone del tiempo y la mano de obra para prepararlo, se construye en terrazas que, bien planificadas, hubieran detenido el avance de algunos de estos fuegos; cuando no se tienen ambas cosas, hay que construir casas sobre zancos desiguales, unas casi encima de las otras, lo que hace casi inevitable que lo que afecte a una casa afecte a las casas vecinas. Claro está, todo parte de la premisa de que se tengan, de entrada, materiales adecuados para construir.
El propio declive del terreno es peligroso cuando se enfrenta a los elementos: tanto en Chile como en Puerto Rico, los terremotos y los vientos son un problema recurrente. Acá en Puerto Rico, donde la lluvia y la erosión de terrenos son problemas serios, los deslaves en los cerros han cobrado víctimas, como en la tragedia de Mameyes en la ciudad de Ponce, que mató a 128 personas al despeñarse una comunidad entera en 1985. Por otro lado, el clima seco está convirtiéndose en un factor en ambos lugares. Aunque el centro de Chile es más seco que Puerto Rico, el cambio climático está trayendo poco a poco la demencia a las estaciones del año, por lo que en Mayagüez estamos viviendo una de las primaveras más secas de nuestra historia. Añada una chispa, una colilla de cigarrillo sin extinguir, una instalación eléctrica mal hecha y no le extrañe que en mi ciudad pasemos por lo mismo que está pasando Valparaíso, una novena vez.
Sin embargo, las comunidades de los cerros en ambas ciudades son una realidad. La Pólvora en Valparaíso, como La Chorra en Mayagüez, sigue estando allí -así se hubiera quemado-, y ambas lo han estado por décadas. Sus moradores no han conocido otro lugar para vivir. Las decisiones de “planificación” que alguna vez tomaron, tanto ellos como sus antepasados, fue lo mejor que pudieron hacer en su momento, bajo sus circunstancias. La cooperación entre vecinos –que sale a relucir en momentos de crisis como la que vive Valparaíso ahora- levantó estas comunidades. Seguramente muchas de las casas hoy quemadas, en su momento, fueron levantadas entre grupos de vecinos. Lamento decir que algunos de los factores que agravaron la extinción de los fuegos de Valparaíso fueron causados también por la interacción entre vecinos, como por ejemplo la acumulación de basura en vertederos clandestinos.
Quien necesita trabajar para sobrevivir en esta sociedad de consumo extremo apenas tiene tiempo para ayudar a sus vecinos a levantar una casa o para regularizar una comunidad. Ante la falta de recursos propios, lo lógico es que entonces una entidad mayor procure proporcionar dirección a la comunidad. También lógico sería pensar que tal entidad sea un gobierno municipal o comunal. Y, como decimos también en Puerto Rico, “allí fue cuando la cerda entorchó el rabo.” En la toma de decisiones que afectan a una comunidad entera, si las toman unos pocos, la comunidad está a merced de la sabiduría de esos pocos, así como de su habilidad para la ejecución de planes concretos. Si quienes no tienen recursos no pueden planificar, más le vale a los que sí tienen recursos que sepan hacerlo.
En un párrafo anterior mencioné al doctor Betances, y su manejo de la epidemia que tuvo que enfrentar en Mayagüez en 1856. Curiosamente, en una ciudad que ha pasado tan a menudo por fuegos, Betances tuvo la atrevida idea de pegarle fuego de forma controlada a las barracas comunes de esclavos que tenía la ciudad, apenas a dos calles del ayuntamiento. Al eliminar el foco principal de la infección –estructuras insalubres que hacinaban a casi 300 seres humanos- Betances pudo controlar dramáticamente la propagación de la epidemia. Betances, que aborrecía la esclavitud y pagó de su bolsillo la libertad de muchos de ellos, pretendía además que el gobierno español tomara la iniciativa de rehacer la vida de estos esclavos. Si la decisión de quemar las barracas hubiera dependido del despótico gobierno español, ésta hubiera tardado semanas y probablemente el número de muertos por cólera hubiera sido mucho mayor.
Betances además levantó un hospital de campaña e instaló a su lado un cementerio, lo que demuestra que era tan chocante como pragmático. Insistió en que, una vez pasada la epidemia, existiera un hospital municipal donde antes no había ninguno. Mayagüez no tenía los recursos para levantarlo, así que Betances reclamó a los ciudadanos ricos del resto de Puerto Rico a que fueran solidarios y aportaran a la fundación del hospital, que aún hoy existe. El tipo de visión holística y precursora de este doctor fue probablemente su característica más valiosa y, a la vez, la menos entendida por sus compatriotas, pero indispensable no sólo para atajar una crisis como la de los incendios de Valparaíso o la epidemia de Mayagüez, sino para manejar sus desenlaces.
El manejar la crisis ya se les fue encima a todos los estratos del gobierno que rigen a Valparaíso. No tengo idea de qué costo implica manejarla, pero seguramente rondará los miles de millones de pesos chilenos. Los fuegos de los cerros no necesariamente le van a dar a esas comunidades una tábula rasa para que resurjan bajo planificación modelo. Es más, le tengo pánico a la idea de que estas comunidades se rehagan sin tomar en cuenta sus requerimientos y necesidades particulares. Un político cualquiera decidiría, por citar disparates que hemos perfeccionado en Puerto Rico, mudar a los damnificados por los fuegos a edificios multipisos que concentren sus males sociales en poca área geográfica. O a lo mejor colocar cañerías para dar servicio de agua a las comunidades completas, a lo mejor sin tomar en cuenta la demanda actual y futura de agua, o incluso la demanda necesaria para aplacar un fuego de grandes proporciones. O permitir la reconstrucción, en los predios originales que habitaban los vecinos, pero sin incorporar principios indispensables de diseño que eviten que estas catástrofes se repitan.
Lo peor sería desarraigar a comunidades enteras y desperdigar a sus residentes, el tipo de decisión típica de quien busca captar votos y no resolver problemas. Mi esperanza es que el dinero invertido resuelva los problemas de la gente común y no sirva meramente para engordar las cuentas de banco de los subcontratados para intervenir en la crisis. Sin embargo, tal y como el carácter chino para “crisis” es el mismo que para “oportunidad”, se presenta entonces la rara oportunidad de tomar en cuenta a los vecinos de cada una de las comunidades en crisis para atender, de una buena vez, las causas raíces de sus problemas, no solo de vivienda y urbanismo, sino también sus problemas sociales.
Finalmente, debo hacer mención de eventos que, espero, se traten de noticias mal contadas. Hoy día, el ajetreo de la vida moderna casi obliga a los individuos a descartar las actitudes colectivistas que alguna vez hicieron de sus propias comunidades al menos tolerables para la vida, y en muchos casos humildes, pero dignas. En momentos de crisis, la tentación es grande para salvarse el pellejo propio y no mirar hacia el lado. En otros casos marginales, hay quien abusa de la crisis y de sus afectados. Son características humanas, que no son ajenas a más de un país. Sin embargo, está en los ciudadanos y en la cultura de cada país el determinar cómo manejar estas situaciones.
Nos enteramos del caso del individuo que intentó violar a una menor en medio de la crisis de los incendios y la comunidad de vecinos lo linchó. Nos enteramos de la tendencia de algunos a curiosear, hacer turismo en medio de la crisis y entorpecer las labores de socorro (en Puerto Rico, a esa situación, la equiparamos con la aparición en el lugar del ave nacional de mi país, el “ave–rigüa’o”). Nos enteramos de la primera plana de un diario que olvidó la noticia de los incendios y se puso a elogiar a un equipo de fútbol. Y nos enteramos de la reticencia de las autoridades del Congreso de la República de permitir que se refugiaran personas bajo el enorme techo exterior del edificio. En un país donde los congresistas y ministros ganan una cantidad verdaderamente obscena de dinero -haciéndoles competencia a los legisladores boricuas, que proporcionalmente ganan aún más dinero que ellos-, que estas cosas ocurran es muestra de un país que tiene que repensarse a sí mismo profundamente.
Quien tome ofensa a que un extranjero comente todas estas cosas, debe recordar las palabras de un compatriota mío que, no muy lejos de donde ocurren estos fuegos, llegó a decir: “Parece mentira que yo sea capaz de ver de lejos lo que alguno que otro no sea capaz de ver de cerca.” No me lo tomen a mal: ya han notado que, en algún momento, llegué a mirar a la bahía de Valparaíso y ver la que tengo enfrente de mi ventana y a mirar el Cerro de Las Mesas en Mayagüez e imaginarme elevadores centenarios recorriendo sus laderas.