Soy puertorriqueño, y en mi país el fútbol le importa poco a la gente. Sí, tal cosa existe. Un país con poco fútbol.
No, no es que no pongamos atención a ningún deporte de masas. Para los boricuas, el béisbol es el deporte más importante en los pueblos pequeños y el baloncesto el más importante en las ciudades de mediano tamaño. Los puertorriqueños más ricos siguen de cerca el tenis y alguno que otro es hincha del fútbol americano (así no lo pueda entender). ¿Pero fútbol? Sí, nos importa relativamente poco. Eso está cambiando, pero no se trata de la pasión avasalladora que paraliza, literalmente, a tantos países de Nuestramérica. Excepto durante las Copas del Mundo, cada cuatro años, y a veces por razones incomprensibles. El lugar más alto que Puerto Rico ha alcanzado en la clasificación de la FIFA para varones es el lugar 105… el día que nos añadieron al ranking. Entre mujeres llegamos a ser el país en la posición 92.
Soy la excepción al boricua promedio para muchas cosas, y una de ellas es el fútbol. Aparte de mi respaldo ocasional al equipo de beisbol de mi ciudad –los todopoderosos Indios de Mayagüez, máximos campeones de nuestra liga de béisbol invernal (ejem, ejem), sigo muy poco los deportes. He jugado muy pocos deportes–concedo ser malísimo en la mayoría de ellos. Pero si hay alguno donde ejecuto de forma relativamente funcional es en el fútbol. Lo conozco bien. Y hay explicaciones para ello.
De pequeño estudiaba en un colegio donde la profesora de educación física era esta eternamente sangrona señorita de origen peruano (una tía, en el pleno sentido peruano de la palabra; una jamona en lenguaje boricua). Su hermana era bibliotecaria en el mismo colegio, su sobrina profesora de español, y entre las tres llevaban un régimen de terror entre nosotros. La bibliotecaria tenía un fuerte parecido físico con Jiang Qing, la viuda de Mao Tse-Tung, y probablemente el mismo genio que la líder de la Banda de los Cuatro. Por otro lado, su hermana hubiera sido candidata perfecta para coordinar un experimento de eugenesia: una vez seleccionaba a sus favoritos para configurar un equipo, el resto recibía constantes arengas verbales sobre cuán inservibles éramos y cómo los escogidos eran dignos de admiración. La muy cabrúfala jamás me elogió a mí para absolutamente nada. Quizá mi inapetencia por el deporte –y la de muchos compañeros- en años posteriores tuvo algo que ver con ese desprecio institucionalizado.
Sin embargo, al ella provenir de un país donde el fútbol era seguido con fervor religioso, la profesora pretendía inculcarnos ese mismo fervor a nosotros, lo cual considero algo positivo. En parte necesitaba lograrlo por razones puramente técnicas: mi colegio apenas poseía espacio para hacer deporte y no había forma de jugar béisbol, la opción lógica en mi ciudad. El fútbol sólo necesita una pelota –así fuera improvisada con un calcetín chilote dentro de otro- y dos zapatos que sirvieran para definir un área de portería; el béisbol necesitaba terreno y cerca de cien dólares en equipo y uniformes para cada alumno. Además, a ella les causaba molestia las pretensiones hegemónicas estadounidenses para con Puerto Rico y una forma de contrarrestar esas pretensiones era adoctrinándonos en el deporte cuyos campeonatos mundiales eran verdaderamente mundiales, y no se trataban de contiendas –y la cito a ella- entre los bolsillos de dos grupos de inversionistas pretendiendo hacerse ricos a las costillas de dos ciudades estadounidenses (o, de vez en cuando, Toronto). Así que fútbol iba a ser.
Mi hermano siempre fue el deportista de la familia, así que cuando la matrona de campo de concentración de mi colegio decidió crear un equipo para una liga juvenil, él fue el primero en apuntarse. Mi madre, que siempre creyó que ambos hermanos tenían que ser iguales aunque no se parecieran en nada, me apuntó en el equipo. Y como nos criamos en una ciudad universitaria con cierto grado de diversidad étnica, los entrenadores eran también extranjeros: un español y otro peruano. Ambos eran técnicos excelentes. Exigían dominio de los fundamentos, precisión en los tiros y una salud cardiovascular digna de indio tarahumara o maratonista etíope. Y ellos pretendían que todos nosotros participáramos en el fútbol, sin excepción. Allá la profesora neonazi con sus favoritismos idiotas.
Por tanto, yo aprendí, a la fuerza y sin querer, a chutear como Messi… un Messi palitroqueao en oxicodona, pero Messi al fin. Yo no era La Pulga… (¿quizá La Chinche?) No tenía el manejo de pelota necesario para ser un delantero, que era lo que yo aspiraba a ser, pero sí era relativamente oportuno haciendo asistencias. Eso sí, era el único delantero que se pasaba minutos largos charlando con el portero del equipo contrario. Mientras todo el equipo trataba de atacar en la portería contraria. Mi estrategia ofensiva era hacerme amigo de mi enemigo. En cuarenta partidos metí un solo gol… y entonces comprendí la parálisis colectiva que provoca un Maracanazo.
Y es que un maldito gol cuesta más trabajo que saldar la deuda de Puerto Rico. Un miserable gol es el producto de múltiples factores: estrategia en equipo, habilidad para el manejo del balón, persistencia en los ataques, la influencia de las fases de la Luna, el valor del índice de la bolsa de valores a esa hora y el estado de ebriedad del portero. No en balde los comentaristas celebran los goles como si cantaran el do de pecho de una ópera de Verdi. No en balde causa reacciones inusitadas entre miembros del equipo que lo logra (que incluyen la demencia temporal y el homoeroticismo). No en balde a quienes les hicieron el gol planean hacerle homenaje a Los Saicos tratando de demoler la estación de tren más cercana. Digo, si no se trata de invadir un país vecino. Los boricuas vemos todo eso, y nos rascamos el coco en asombro.
El problema es que, luego de jugar en liga semana tras semana durante siete meses y adquirir todas estas destrezas nuevas, ninguno de los demás amigos del colegio quería practicar al fútbol con uno, una vez de vuelta en la cancha (de básquet, claro) del vecindario. Al tener mejor control sobre la pelota (las cachañas –garambetas, en lenguaje boricua- me quedan desastrosas, pero al menos soy capaz de patear la pelota sin caerme), uno es demasiado bueno entre los futbolistas malos. Además, hay que correr. Noventa minutos. Sí, en el básquet se corre, pero hay oportunidad de descansar entre canastas, y entre codazos de falta. ¿El resultado? Monólogos como éste: “¿Quieres jugar aunque sea diez minutos a muerte súbita? ¿Aunque sea pasarnos la bola un rato? Hey, ¿para dónde te vas?”
La alternativa, fuera de volver a la liga a darle veinte vueltas a una pista de atletismo y entrenar tres horas por sesión de tortura, es ir a esa misma universidad de la que hablé y tratar de colarse en el terreno de juego para hacer el consabido juego entre boricuas y extranjeros de los viernes por la tarde. Que seguramente acabaría en goleada en contra nuestra. Para el que algunas veces el mismísimo Carlos Vives –padre de mayagüezanos como yo- era quien traía la pelota y servía de delantero para el equipo contrario. Ante quizá una audiencia de 50 personas… o quizá el triple cuando Carlos llegaba de visita a Puerto Rico para pasarse la temporada de navidad.
Así que el boricua, a quien los gringos le han tratado de inculcar el béisbol por más de cien años y lleva jugando básquet casi noventa, probablemente sabe la talla de calzones del cargabates de los Dodgers de Brooklyn de 1953, o cuántos tiros falló LeBron James en su último partido de la temporada de la NBA, pero de fútbol sabe muy poco. Por lo general habla muy poco del tema… hasta que llega a disputarse alguna copa: la Copa América o la Copa del Mundo o la Champions o la Copa del (Anacrónico) Rey de España. Y de momento, medio país anda presumiendo de las luces futbolísticas que nunca ha tenido. Y uno termina escuchando cada bobada: “Ahh, Iker (Casillas) ahora se va para el Oporto, porque prefiere tomar vino a comer merengue.” “Viste, Chile le ganó a Argentina por 4 carreras (sic) a 1…” “Ahh, yo vengo siguiendo a (Ángel) Di María desde antes que llegara al Manchester, cuando jugaba del Barça (sic)…” Si, y Cristóbal Colón jugaba del Genoa CFC y tú tienes una réplica de su camiseta, huevín.
Casi siempre los enclaves futbolísticos de la ciudad de San Juan son unas pocas panaderías o restaurantes étnicos, algunos de las cuales tienen los nombres del equipo favorito del dueño. Real Madrid o Barcelona, por ejemplo. Uno de ellos es La Esmeralda, el consulado extraoficial argentino de Guaynabo, donde en cada partido final que juega Argentina no menos de sesenta albicelestes (todos argentinos o sus familias políticas) consumen suficientes empanadas y toman suficiente Quilmes por partido como para pedirle a Cristina que declare la panadería la provincia 25 del país. Otro lugar es Pizzaiolo, un enclave brasileño cuyas caipirinhas incapacitan al que las toma hasta el punto del autogol. Pero tales fiestas futboleras sólo ocurren, como mucho, cuatro o cinco veces al año.
¿Y la afición devocional por los equipos trascendentales de cada país? Acá es rarísima, pero existe. No es la devoción digna de batallas entre hinchas de cada equipo, que quede claro. Tenemos los mismos venerables equipos de mi liga de muchacho… y a esos se le han añadido unos cuántos equipos más, cerca de cuarenta en todo el país. Cerca de mi ciudad, dos miembros del mismísimo Atlético de Madrid intentan levantar un campamento de adiestramiento todos los veranos. Y la liga de mujeres produce los resultados que mencioné: un equipo nacional al que le ha ido mejor que a los varones.
Más allá de eso, Puerto Rico tuvo su equipo semi-profesional, los Puerto Rico Islanders (“La Tropa Naranja”), que llegó a ganar el campeonato de Segunda División de una liga gringa hace unos años… y hoy día no tiene donde jugar. Casi todos sus jugadores eran de fuera, pero por algo se empieza. Tenemos además nuestro equipo nacional masculino (“El Huracán Azul”) que se hizo famoso por invitar a la selección nacional española a un amistoso que nos costó casi $4 millones de dólares (¿entienden ahora la deuda boricua?), y que perdimos decentemente, 2 goles a 1. Claro, más de la mitad del estadio tenía puesta camisas de equipos españoles mientras le iban a Puerto Rico…
Sin embargo, vivo en un país al que le dicen que no es país a cada rato y cuyo deporte colectivo de masas más apreciado –el básquetbol- no levanta el fervor religioso que tiene el fútbol en cada país de Latinoamérica. No sé cuál cosa da lugar a la otra. Como en todo lo que es boricua, siempre nos percibimos mejor de lo que realmente somos y de nuestra Selección Nacional (llamados “Los Doce Magníficos”, nada menos) queremos resultados inmediatos y consistentes. Los Doce tienen este karma existencial de siempre “arruinarla” en Mundiales o Juegos Olímpicos (ante los ojos de fanáticos que apenas tocan una pelota en su vida diaria) por culpa de algún tiro fallado o algún pase mal hecho, seguramente por alguien que se resistió a pasar la pelota la mitad de la noche. Y eso me da mala espina, cuando del desarrollo del fútbol boricua se trata.
El fútbol, me agrada decir, tiene más de juego de equipo que el básquet. Requiere una preparación física intensa y un espíritu de equipo fuerte, más allá del indudable talento de quienes lo juegan. Requiere de entrenadores con experiencia, difícil en un país sin tradición futbolística. Requiere de clubes donde los fanáticos tengan pasión por sus equipos. Cuando la gente en Puerto Rico se enteró de que el Papa Francisco sigue llevando tarjeta de San Lorenzo, muchos boricuas terminaron en estado de coma. En fin, requiere más sacrificio del que los boricuas estamos dispuestos a dar.
El fútbol es de barrio. Es igualitario. Cualquier muchacho con ganas y garra puede jugarlo, así apenas tenga dinero para una pelota. Lo vi en Ciudad de México, lo vi en Tijuana, lo vi en Santiago, en Madrid, en Londres. El espíritu apasionado que uno ve en una ciudad completa paralizada por un partido quisiera verlo yo en Puerto Rico. Pero mientras mi país lo considere una curiosidad de domingo o la afición de unos pocos, seguiremos siendo un país al que le importa poco el fútbol. Sí, tal cosa existe. Mujeres, ya tienen otra razón para apreciar al hombre boricua.