A más de 100 días de aquel 10 de diciembre del año pasado, en el que el presidente electo de la República Argentina, Mauricio Macri, asumiera su mandato en el Poder Ejecutivo ante un Congreso drásticamente transformado, la consigna de campaña que lo consolidó triunfador por un pequeño porcentaje de ventaja en balotaje, aquella que profesaba un «cambio», se manifiesta inexorablemente en cada política pública que, día a día, señala un derrotero de gestión PRO absolutamente distinto, efectivamente, del proyecto que fuera Gobierno durante los últimos 12 años.
«Cambiemos», coalición multipartidaria que acompañó la candidatura presidencial de Macri, se tomó muy en serio su propuesta fundacional, y en poco más de 3 meses alteró de sobremanera las formas de la política a la que los argentinos nos habíamos acostumbrado a lo largo de la última década. La apelación constante del ejecutivo al Decreto de Necesidad y Urgencia, las propuestas de diálogo para la gobernabilidad con ciertos sectores opositores, o la incorporación del individuo privado como sujeto político, en detrimento de los colectivos y sus dirigentes tradicionales, son algunos de los signos que marcaron la diferencia de entrada. Claro está que la valoración de estos cambios estará sujeta de las condiciones socioeconómicas e ideológicas del sujeto o colectivo que las analice.
Sin embargo, la cuestión que atañe a esta columna, y a quien les escribe, es la inquietud que surge al reflexionar sobre si estas alteraciones son únicamente de un orden gubernamental (ya sea en lo ejecutivo y en la relación que presta con lo legislativo y lo jurídico), es decir, en las ideas, planificaciones y decisiones que tomarían los funcionarios en cuestión, o si por añadidura este cambio sintetiza también una redefinición y resignificación del Estado en sí mismo, para la alteración o supresión de algunas de sus configuraciones y de algunos de sus actores. Veamos.
En el aspecto económico, las primeras declaraciones y medidas de gobierno (muchas, distintas a las que se prometieron en campaña) marcaron la senda hacia la reparación de un supuesto déficit fiscal, que sería producto de políticas de gasto público durante los últimos años. Los datos que trascendieron fueron escasos y ambiguos, aunque las cifras oscilarían entre un déficit del 10 por ciento del PBI, según Hacienda, y menos del 5 por ciento según los funcionarios anteriores. Ahora bien, esta reparación del supuesto déficit se tradujo en una fuerte política de ajuste, visibilizada en tarifazos en servicios públicos y achicamiento del Estado con despidos, recortes de presupuesto y clausura de programas. A priori, hay una diferencia sustancial no sólo en la administración, sino en la re composición de un Estado muy distinto al kirchnerista, aquel dispuesto a pagar con inflación el sostenimiento de una economía «caliente», consumista, extensiva e integradora, de alto gasto.
Por otro lado, en la misma materia, la visita del presidentede Estados Unidos, Barack Obama, sentó las bases, según los propios testimonios de los involucrados, para incorporar al país en un mediano plazo a tratados de libre comercio que permitan la entrada de importaciones, y capitales extranjeros rechazados durante los «años K». En este sentido, las tasas dispuestas por el Estado al ingreso de inversores facilitarían la llegada de capitales financieros de rápida rentabilidad, pero de pronta retirada (recordar los años de «bicicleta financiera»). Sumado a la baja en retenciones a la soja, y a la devaluación de casi el 60 por ciento a partir del reconocimiento y unificación del dólar paralelo en el mes de diciembre, se presentan una serie de factores que evidencian la contradicción de un Estado que le propone sacrificio a los trabajadores, y que desarma las polémicas políticas de defensa a la industria nacional, pero que está dispuesto a pagar los costos de la transferencia económica hacia capitales concentrados, principalmente externos.
Este nuevo Estado chico se rehace partir de la labor transformadora de la política, ya no como administración, sino como reestructuración institucional y simbólica. Para ello, el presidente hizo uso de más de 200 DNU en poco más de algunos días, cifra casi sin precedentes, y logró quebrar al bloque opositor con operaciones políticas que le dejaron servida la labor legislativa que iniciara a principios del mes de marzo. Sería ingenuo aseverar que estas prácticas son patrimonio exclusivo del PRO, aunque resultan paradójicas si recordamos que fue este espacio político el que aseguraba en campaña que venía a finalizar con estos vicios en pos de un supuesto republicanismo. No lo hubo, por ejemplo, al derogar la Ley 26522 de Servicios de Comunicación Audiovisual, y sus entes, por decreto (con aval legislativo reciente).
Y quizás, la redefinición de Estado más significativa la hallemos en el armado burocrático. El reemplazo de dirigentes sociales, políticos y gremiales por gerentes de empresas privadas, muchas multinacionales, es un claro guiño al sector privado, y un llamado a las tan anheladas inversiones por parte del equipo de Macri. Claro está, no siempre sucede de manera exacta, y por el momento se manifiesta un cambio de perspectivas sobre lo público, en el que se apela a un tecnicismo rígido que no se detenga por las cuestiones cotidianas de la política, y que pretende demostrar estabilidad y «seguridad» financiera para promover la inserción en el mercado global. La mediatización de casos de corrupción de la gestión anterior avala en la opinión pública, a priori, muchos de estos cambios. No hay que desestimar tampoco que, algunos ministros, y el mismo presidente, están imputados y procesados en diversas causas judiciales. Probablemente el discurso de corrupción tenga como objetivo principal dejar en segundo plano la discusión sobre políticas públicas.
Pero además de las inestables circunstancias económicas y políticas, que revelan cierta imprevisibilidad por parte del gabinete del actual presidente, una materia que convoca fuertes discusiones alrededor de las redefiniciones actuales del Estado nacional es la de las políticas sobre medios y cultura. Aquí es donde diariamente confrontan ideas de las más antagónicas en cuanto a identidad, integración, discurso y concepto de lo social. La derogación de la «Ley de medios», avalada otrora por las cámaras legislativas y declarada constitucional por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, señala la consideración privatista y concentrada que el nuevo Gobierno tiene en función de la comunicación y las industrias culturales.
En ese sentido, la labor del actual titular del Sistema de Medios y Contenidos Públicos de la Nación, Hernán Lombardi, ha resultado clave para el desarmado de símbolos culturales propios de la gestión anterior, como en el caso del cierre y los despidos en el Centro Cultural Kirchner, de las cesantías y nuevas disposiciones en Televisión y Radio Públicas, y el reciente retiro del Estado nacional de la principal cadena de noticias en Latinoamérica, Telesur. En un contra sentido, la cesión de contenidos y espacios a canales y productoras asociadas al Grupo Clarín (principal conjunto mediático y político opositor al Gobierno anterior), y un proyecto de reprivatizar la transmisión del fútbol, anuncian de a poco la preeminencia del concepto de la comunicación y la cultura como bienes de mercado, y no como espacios que el Estado debe garantizar en cuanto derechos de la ciudadanía.
Por supuesto que estos pimeros indicios podrían arrojar conclusiones apresuradas para con la gestión reciente del cambio. No obstante, como señala esta nota, muchas de las actuales medidas no se limitan a una nueva administración del Estado nacional, sino a la reconfiguración del mismo con proyección a futuro, recuperando consignas de los modelos conservador y neoliberal de nuestra historia transcurrida. No se trata de adelantar apreciaciones, pero sí de invitar a la reflexión sobre el impacto a largo plazo y las consecuencias que muchas de estas transformaciones pueden generar, y la importancia de encararlas con responsabilidad y planificación en lo que significa un drástico cambio de rumbio.
En última instancia, cabe señalar que muchas de estas nuevas disposiciones no cuentan con el apoyo homogéneo y total de la opinión pública. No se puede desestimar el hecho de que el actual presidente se impuso democráticamente ante su adversario electoral, el justicialista kirchnerista Daniel Scioli, pero en circunstancia de balotaje y por una diferencia de menos de cuatro puntos. Tampoco deberían pasar por alto los actuales gobernantes que, pese a la crisis de representatividad y el asedio mediático, la oposición actual sigue siendo populosa y responde inmediatamente, aún, a la figura de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Quedó demostrado el pasado 13 de abril en la movilización que acompañó a la dirigente peronista a las puertas de Comodoro Py, en su reaparición pública desde el mes de diciembre, cuando una multitud la despidió en Plaza de Mayo.
Ni bien, ni mal, lo que se puede aseverar, hoy, es la diferencia. Lo distinto del actual proyecto político en comparación al anterior, y la «grieta» que divide ideológica y materialmente a muchos argentinos que deciden tomar partido en esa contienda. Pero lo trascendental, lo significativo y que requerirá de posteriores análisis, es la reconfiguración fáctica y simbólica de un Estado que no le pertenece a ningún Gobierno de turno, sino que hace a la confluencia del espacio público de toda la sociedad. «Modernización» dicen algunos, «vaciamiento» responden otros; lo cierto es que «cambiamos»: del «la patria es el otro», a la patria resignificada.