El mundial de Brasil 2014 nos ha hecho bien a los latinoamericanos, porque nos ha hecho olvidar los problemas por un momento, por un mes sentimos que la fiesta es nuestra, que la copa se queda acá.
Los himnos se escuchan fuerte y son coreados con orgullo por miles de personas que con lágrimas en los ojos y respiración entrecortada, admiran su bandera y a sus jugadores, un juego que nos hace creer que todo es posible, que a la vida se le puede dar el brazo a torcer, nos da esa linda y etérea ilusión de que por 90 minutos podemos ser los mejores, todos como uno solo, abrazados entre Uruguayos, Chilenos, Argentinos, Brasileros, Mexicanos, Costarricenses y Colombianos, sabiendo además que el resto de Latinoamérica se identifica con sus vecinos, porque hoy nos apoyamos más. Hoy existe un orgullo, comienza a forjarse una identidad, quizás por el aumento en los canales de comunicación o simplemente porque volvemos a luchar por los mismos ideales. Latinoamérica hoy se re-conoce.
El mundial es un descanso que se baila, un evento que desordena, una locura total, porque así somos, apasionados para todo, casi extremistas para festejar, hasta violentos, porque las sensaciones las vivimos a flor de piel, nos cuesta controlarnos, ordenarnos, hasta nos cuesta entendernos. Vivimos entre la magia y la realidad, como decía El Gabo, que en paz descanse. Llenamos al mundo de colores, sabores y ritmos, llenamos al mundo con esa alegría que nos envidian.
Al mundial, a pesar de todo lo que lo se critica por su excesivo gasto, y del cual poco hablan sobre el retorno que tiene, es una fiesta, un momento para despejarnos, para que los golpes se transformen en abrazos, porque en la calle celebrando no importa de qué partido eres, no importa tu religión ni lo que opinas del aborto. Cuando celebramos no necesitamos máscaras para terminar con la desigualdad, vivimos ese instante, el carpe diem, se hacen presente esas ganas de que esto no termine y al otro día el sabor es distinto.
Cuántas ganas de ganar tenemos los perdedores, los de abajo, cuántas ganas de ser mejores tenemos los relegados, los olvidados del rincón. Por eso nos gusta tanto el fútbol, porque en esa cancha un niño que nace en la pobreza le puede ganar a un gigante por mérito propio, porque un país invadido puede incluso humillar a su agresor, con goles en vez de violencia.
Este mundial en Brasil nos hace bien a los latinoamericanos, porque nos sentimos en casa, porque somos nosotros los que cantamos en las graderías, somos nosotros los que llenamos los estadios y las redes, porque por un momento sentimos que el centro del mundo está acá, y solo nosotros tenemos ese “no sé qué” que le da tanto sabor.
Por un mes nos olvidamos de las divisiones, se olvidan las rencillas y miramos juntos el futuro, sino basta con recordar la última vez que Argentina salió campeón, en Chile las calles se tiñeron de blanco y celeste, y donde se juntaban para celebrar los triunfos chilenos, se juntaron esa vez para celebrar el triunfo argentino.
Es lindo el fútbol, porque nos hace creer que un mundo mejor es posible, aunque sea por 90 minutos.