Los Estados Unidos de Norteamérica se encuentran en este momento en uno de los momentos más neurálgicos en su historia. Lo que vemos francamente asusta. Quienes tenemos que soportar la influencia directa de ese país en nuestra vida diaria tememos por el giro que puede dar el país en los próximos tres años.
El Complejo Militar-Industrial-Mediático, el ente invisible que realmente gobierna los Estados Unidos, nota que el tiempo de la fiesta desbocada de subsidios gubernamentales (obtenidos a partir de deuda externa, de paso) que financiaba muchas de sus excursiones económicas se va acabando. Las guerras en el Oriente Próximo y la Guerra Contra El Terrorismo™ han endeudado al país y distorsionado sus prioridades económicas. La guerra es buen negocio… para quien no la pelea. Cuando se asoma la posibilidad que esas guerras se acaben, sus directivos –y la clase política que los representa en el legalmente corrupto Congreso estadounidense- tratan de justificar, a toda costa, la necesidad de no bajar la guardia. Si no hay enemigos, hay que buscarlos. Todavía se trata de justificar gastos en defensa a tal grado que un avión bombardero furtivo (el B-2) cueste sobre dos mil millones de dólares por unidad.
Las corporaciones multinacionales estadounidenses han globalizado al extremo sus operaciones. Al hacerlo, se han vuelto vulnerables a las robustas respuestas económicas de los países a los que, precisamente, han querido manipular para obtener mano de obra barata, materia prima para sus operaciones, y clientes para sus productos. Nuevas corporaciones en esos países compiten con –y muchas veces dominan a- las empresas estadounidenses, y han creado tantos y tantos empleos de paga inferior y eficiencia extrema (2,9 millones de empleos foráneos, según estadísticas del año 2013) que clases enteras de profesionales y empleados diestros en los Estados Unidos han perdido sus empleos. En otras palabras, los magnates corporativos les entregaron a los vecinos las llaves de la casa, y ahora los vecinos entran por la puerta de enfrente y se la están vaciando.
La política exterior estadounidense sufre del usual efecto de rebote que ocurre bajo administraciones liberales en la presidencia. La clase diplomática y de seguridad nacional, creada bajo administraciones más conservadoras, observa que las decisiones del presidente Barack Obama atentan contra sus pretensiones hegemónicas, y logran persuadirlo a que incorpore esas pretensiones a su política pública. El Nobel de la Paz es todo menos eso, bajo el escrutinio mediático constante de comentaristas políticos que siempre le son hostiles.
Los viejos diplomáticos y espías de carrera, muchos de ellos dinosaurios de la Guerra Fría, andan sueltos por regiones enteras del planeta… pero el mundo ha cambiado. En Asia, África y Europa el extremismo religioso, alimentado precisamente por las metidas de pata de George W. Bush, representa un reto formidable para estos carreristas, acostumbrados al mundo bipolar del pasado. En Latinoamérica estos dinosaurios ensayan sus viejos trucos: la manipulación económica y mediática, la “asesoría” paramilitar, el respaldo económico a fuerzas políticas que añoran a los dictadorzuelos de antaño, y en el caso de Cuba, la receta de globalización neoliberal que trataron antes en mi país, Puerto Rico. Habrá que ver en un futuro si una Operación Cóndor 2.0 será exitosa en un continente que se aprovechó de la dejadez estadounidense de tres lustros para reencontrarse a sí mismo y hacerle frente a los estragos que causó la primera Operación.
Los resultados de décadas de pobres decisiones en política doméstica y exterior por parte del gobierno estadounidense están abrumando a sus ciudadanos. Sus ahorros se menguan, su fondo de pensión pública (el Seguro Social) está quebrado, sus residencias pierden valor (luego de la burbuja inmobiliaria que reventó en el año 2008) sus fondos de pensiones privados pierden valor, su trabajo se multiplica –cuando lo hay, mediante vínculos electrónicos que hacen casi imposible removerse totalmente del ambiente de trabajo. Los jefes de las corporaciones para las cuales trabajan repiten, hasta el cansancio, que el mundo tiene una economía frágil, y que, por tanto, hay que trabajar más que nunca. Hay que bajar costos laborales, así que el empleo sin beneficios se vuelve norma. Hay que trabajar bajo un salario mínimo que no ha variado en seis años, pero cuyo valor adquisitivo es el mismo de hace treinta. Dicho salario no es suficiente como para pagar una vivienda de alquiler en ninguna parte, a menos que se gaste más de 30% de ese salario cada mes en arriendo.
Los costos de vivienda son tales que cerca de 3 millones de estadounidenses han optado –o han sido obligados- a vivir en casas de 45 metros cuadrados o menos. De las más de 130 mil escuelas y colegios del país, casi siete mil tienen pobre desempeño –la ola de privatizaciones parciales en respuesta a tales números ha alcanzado a una cantidad similar de instituciones. El costo del cuidado médico –mayormente en manos privadas- se dispara al menos 5% cada año. Si bien la tasa de crímenes en el país es la menor desde 1991, los asesinatos múltiples suceden con demasiada frecuencia: como mínimo un incidente de tres o más muertos, cada dos semanas, por los pasados nueve años.
Ante todo este panorama, los estadounidenses comienzan a asumir posturas extremadamente divergentes en cuanto a qué quieren para su país. El país se polariza aceleradamente. Luego del persistente pánico post-Septiembre 11, que aún es responsable por mantener en vigencia medidas extraordinarias de intervención del estado en la vida diaria de sus ciudadanos, un creciente número de ellos se muestra particularmente vociferante sobre el giro que han tomado las cosas en su país. La primera reacción es buscar culpables. La clase política estadounidense tiene los peores niveles de popularidad en su historia. Los líderes corporativos reciben una calificación similar, pero los esfuerzos ciudadanos por neutralizar los desmanes causados por las compañías multinacionales (los movimientos como Occupy Wall Street y similares) se han ido desgastando posterior al año 2011. Como en muchos otros países, el binomio de dos partidos aferrados al poder le deja poco espacio a alternativas a las que el ciudadano común pueda confiar su voto.
Las tensiones raciales han tomado niveles no vistos desde la década de los 1960s. No es secreto para nadie que muchos estadounidenses detestan la idea de un mulato, descendiente de africanos por línea paterna, y con “Hussein” como segundo nombre, como presidente de su nación. Barack Obama ha recibido más críticas viscerales por su fenotipo que cualquiera de sus antecesores. Políticas previamente instauradas de militarización de las fuerzas policiacas tienen como resultado los mismos abusos de poder de antes, sobre todo contra las minorías étnicas y raciales, pero con resultados fatales en cada vez más y más casos. Son bastante frecuentes las intervenciones contra inocentes que terminan en la muerte del intervenido. Las redes sociales han intensificado el escrutinio sobre estos incidentes. Ante los ojos de muchos afroamericanos, sin embargo, poco ha cambiado para bien bajo un presidente negro.
Medios de comunicación como Fox News –dedicados a hacer de las noticias entretenimiento con fines propagandísticos- le dan amplificación a apologistas conservadores de la “ley y orden”, y a quienes dan una desproporcionada atención a los inmigrantes ilegales, sobre todo de México y Centroamérica, como protagonistas de todo lo malo que le puede ocurrir al país. Esto ocurre mientras las cifras indican que la migración neta desde México, tanto legal como ilegal, se ha revertido: más inmigrantes regresan a su país que los que entran –en parte, porque Obama ha deportado tres veces más inmigrantes que su antecesor.
Si bien raras veces más del 60% de los ciudadanos estadounidenses participa en elecciones, quienes ejercen su derecho al voto encuentran una oferta de candidatos cada vez más ecléctica entre quienes se postulan para las presidenciales de 2016. Tres candidatos en particular llaman la atención. Una entre ellos es Hillary Clinton, cuya ejecutoria política es harto conocida por buena parte del mundo. Sin embargo, dos candidatos más, cuyas posturas políticas difícilmente hubieran cobrado popularidad en contiendas electorales anteriores, llaman la atención de votantes y reporteros por igual. Por el lado demócrata, Bernie Sanders, senador por Vermont, uno de los estados donde las libertades individuales son más ferozmente defendidas por los ciudadanos, es el contendiente más fuerte a la nominación presidencial después de Clinton. Por el lado republicano, Donald J. Trump, multimillonario de amplia presencia en los medios de comunicación, encabeza las encuestas de popularidad entre los miembros de su partido. Ambos políticos representan posturas diametralmente opuestas.
Sanders, considerado por muchos comentaristas como socialista, ha planteado una serie de principios políticos que cala profundamente entre la izquierda del país. En cuanto a política doméstica, Sanders postula la restructuración del gasto público, con tal de reducir los gastos militares (que componen el 54% del presupuesto discrecional del gobierno), fortalecer programas que permitan la educación gratuita o de bajo costo, aumentar el nivel de acceso de los ciudadanos a servicios médicos mediante un sistema de asegurador único, y permitir al gobierno crear empleos mediante la renovación de la infraestructura vial del país.
Sanders sugiere alzas drásticas al salario mínimo, aumentos sustanciales a los impuestos para la clase acomodada del país, y controles al gasto de corporaciones a la hora de influenciar el proceso político. Sanders cree en la intervención directa del gobierno para controlar la fuga de capital y empleos, y en un mayor rigor en el control de factores que se traducen en discriminación y violencia hacia las minorías. Sin embargo, su postura sobre la inmigración, aunque más benevolente que la del propio Obama, defiende los controles migratorios actuales, mientras permite la regularización de inmigrantes ilegales bajo algunas circunstancias. Y en cuanto a política exterior, Sanders evade el tema siempre que puede. Su tibio respaldo al estado de Israel (Sanders es judío) conflige con su deseo de reducir el gasto militar, primordialmente entre países no tan receptivos a Israel, como Arabia Saudita y otros países del Oriente Próximo. Pareciera que sus asesores le piden que evada el tema como quien evade a la peste.
Sin embargo, quien recibe un respaldo insospechado entre los militantes de la derecha estadounidense es Donald Trump. Heredero de una fortuna inmobiliaria que ha multiplicado valiéndose de las bondades de las leyes de bancarrota estadounidenses, este magnate corporativo, franco hasta la imprudencia, ha logrado que partidarios de sus posturas le lleven a la cima de la popularidad entre los diez contendientes republicanos actuales.
A Donald Trump le conocemos en Puerto Rico muy bien por tres razones. Trump se aprovechó de incentivos económicos para celebrar dos certámenes de Miss Universo en nuestro país. Luego obtuvo $34 millones de dólares en incentivos fiscales para comprar un complejo hotelero en el noreste de la isla, al cual luego declaró en quiebra. Su hijo llegó a proponer demoler el barrio de La Perla en el Viejo San Juan –el barrio más antiguo de Puerto Rico- con tal de que su compañía lo rehiciera como una Riviera caribeña junto al Océano Atlántico. Le conocemos bien.
Poco importa que las posturas de Trump sean inconsistentes a lo largo de los años, lo que importa es que las exprese, sin anestesia, y con ello revuelque pasiones entre los conservadores estadounidenses. Trump asume una fuerte postura anti-inmigrante –que no hace sentido cuando sus tres esposas han sido europeas. Asume una postura de defensa de los valores familiares tradicionales, aunque seguramente, de ser electo, Melania, su actual esposa sería la primera Primera Dama en haber posado desnuda para una revista (la edición británica de GQ Magazine). Según Trump, los Estados Unidos no debe escatimar en gastos para mantener una supremacía en el mundo, ya sea comercial (ganarle a China y a otros países en sus propios términos) o militar. Cree firmemente en reducir –o incluso eliminar- impuestos a las corporaciones multinacionales.
Las posturas de Trump sobre el rol del dinero en las campañas políticas son contradictorias; él es el primero en decir que le ha donado a políticos que a su vez le pagan favores, y que por tanto, tal sistema “está roto.” Trump cree además que el cambio climático es una absoluta mentira, y que Estados Unidos debe multiplicar sus exploraciones de petróleo sin vacilar. Igualmente alega que millonarios como él deben pagar más impuestos.
Trump cree en expulsar a once millones de inmigrantes ilegales, y de erigir un muro similar al de Berlín en la frontera con México, al que forzaría al gobierno mexicano a patrullar. Trump cree que México envía los peores ciudadanos del país a los Estados Unidos, y que el crimen bajaría drásticamente si ellos se fueran. Según Trump, todo artículo que provenga de México pague 35% de su costo en aranceles –versus los demás países, que debieran pagar el 20%. Sus encontronazos con la cadena de medios Univisión –quien le canceló la retransmisión de Miss Universe- y con figuras mediáticas como el periodista Jorge Ramos y la comentarista Megyn Kelly le han ganado el odio de latinos y grupos feministas en los Estados Unidos, respectivamente.
Comentaristas fuera de los Estados Unidos creen que la popularidad de Trump es un reflejo del deterioro marcado de la sociedad estadounidense. Se horrorizan cuando ven que alguien que promulga posturas tan drásticas con el menor desparpajo, no solamente recibe foro, sino que recibe el apoyo de los ultraconservadores estadounidenses. Muchos están dispuestos a votar por él con los ojos cerrados. No creen que sus posturas sean peores de lo que hay hoy día.
Sin embargo, la existencia de Sanders y Trump en cada uno de sus respectivos partidos políticos significa que, quien gane la nominación en cada partido –y muchos analistas concurren que ninguno de los dos ganaría la suya- forzará al candidato que salga electo a moverse también a los extremos. Por tanto, la mera presencia de ambos en sus respectivos partidos ayudará a la polarización del país hacia los extremos. Hay quien duda que, aún ganando la presidencia, Sanders pueda lograr mucho ante la influencia del “gobierno invisible” del país. Por su parte, hay quien compara la reacción conservadora a la candidatura de Trump con el auge en popularidad que obtuvo Adolf Hitler a comienzos de la década de los 1930s en Alemania.
En resumidas cuentas, ambos candidatos tienen enfoques tan disímiles como el día y la noche. Quedará en ellos mismos determinar si una mayoría de votantes estadounidenses estará dispuesta a elegir presidente a uno de los dos. En todo caso, los Estados Unidos está supuesto a decidir entre dos extremos. La repercusión de lo que decidan los votantes de aquél país seguramente tendrá sus efectos drásticos en el resto del mundo…