Me ha tocado, en medio de la abismal crisis económica que vive mi país, Puerto Rico, aceptar un trabajo que verdaderamente detesto. Mi situación no es diferente a la de muchos compatriotas. Al menos tengo empleo. Eso sería consuelo para algunos de nosotros.
Quizá las condiciones bajo las cuales trabajo parecerán familiares a algunos de mis lectores en Nuestramérica. Me siento enfrente de un computador, no menos de diez horas al día, moviendo números entre hojas de cálculo. Qué tipos de números… ah, de eso hablaremos más adelante.
Para mí, que soy ingeniero en computación, este trabajo se trata de un retroceso. Se me ha prohibido terminantemente invertir un solo minuto de mi tiempo en desarrollar métodos que reducirían esas diez horas diarias de trabajo a solamente minutos. Son muchos números que mover: a veces tanto como 160 mil números por mes. El trabajo es demasiado; el tiempo es poco. Los gerentes son cándidos al gruñir que no se me contrató para investigar, sino para trabajar. Qué remedio… cállate y trabaja.
Por al menos quince años de mi vida me dediqué a diseñar, programar e integrar sistemas. Resultó ser que el principal consumidor de estos sistemas, el gobierno quebrado de nuestro país, ya no tiene dinero para contratar nuestros servicios. Durante años se dedicó a repartir contratos entre individuos «enchufados,» probablemente donantes del partido que estuviera en el poder en ese momento, que a su vez subcontrataban jovencitos recién graduados de colegios técnicos o universidades con tal de abaratar costos. Aquellos que amasaban buena reputación y experiencia (o contaban con las conexiones debidas) progresaban; aquellos con ambición desmedida llegaron a facturar tanto por sus servicios que se removieron a sí mismos del mercado cuando empezaron a aparecer empresas de otros países a hacer mucho mejor trabajo por mucho menos dinero.
Con el tiempo, incluso esos advenedizos -auspiciados por empleadores que se beneficiaban de políticas que favorecen la inmigración de personal técnico a los Estados Unidos y sus colonias- se vieron obligados a irse de mi país. La globalización tuvo mucho que ver. Un ingeniero en computación traído de los propios Estados Unidos probablemente ganaba $40 dólares la hora, antes de impuestos y demás descuentos de nómina; un paisano mío ganaba $30 dólares por esa misma hora de trabajo. Un informático trasplantado de algunos países de América del Sur ganaría $25 por hora en Puerto Rico… pero retenerlo en su país para que trabaje desde allí, aprovechándose de las tecnologías de internet que facilitan el trabajo remoto, reduce su salario a no más de $15 dólares la hora.
Y eso es lo que ganan los empleados… no cuánto alguien factura por ellos… No en balde nuestro gobierno terminó quebrado.
De todas formas, a todos nosotros, así seamos de cualquier parte del hemisferio, se nos hace difícil ahora competir con un ingeniero informático que trabaja desde la India ganándose $8 dólares la hora, a quien se le exige trabajar de noche, para mantenerse en sincronía con las Américas, y a quien sus empleadores llevan y traen en autobús privado a su lugar de empleo, probablemente algún campus ultramoderno (y con trasunto de barraca militar) de 5 mil o más empleados. Buena suerte compitiendo contra tal ejército.
Como resultado de la subcontratación desmedida, algunos empleadores paranoicos en territorio gringo decidieron establecer circunstancias contractuales para restringir la exportación de empleos (y la de la vulnerable información que contienen) a otros lugares. Muchas veces esas restricciones son ficticias. Se supone que los datos se guardan en territorio estadounidense, y los manejan ciudadanos estadounidenses (a menos que, usando técnicas de control remoto, alguien presiona un botón en la India, y un proceso informático se echa a correr a miles de kilómetros de distancia). Y dijeron «ciudadanos gringos», pero nadie habló de quienes. Entren entonces los súbditos de la Colonia Contenta™, Puerto Rico Yu-Es-Ei… Esos mismos que, por regla general, ganan de 30% a 50% menos que sus contrapartes en los Estados Todos Juntos.
Esa dicotomía esquizofrénica que establece la Colonia hace de Puerto Rico un centro -relativamente caro, pero legalmente factible- de implantación de tecnología. Léase que no hablamos de «desarrollo», con sus ocasionales excepciones. Casi siempre se trata de industrias ancilares a otras que mueven muchísimo dinero: manufactura de medicinas (que usualmente se nos cobra a nosotros a precios estadounidenses, así se produzcan en suelo boricua), centros de servicio al cliente de operaciones altamente técnicas, o empresas relacionadas a la milicia. Bajo esa misma lógica, algunos de los ejércitos de Latinoamérica son llevados a entrenar a mi país… que ni ejército propio tiene…
Lo triste de mi caso es que los números que muevo son relacionados a piezas y suministros militares. Yo aborrezco la milicia, y heme aquí, contabilizando todo tipo de piezas, algunas cuyo precio de compra es verdaderamente obsceno. Sé que de mi trabajo dependen docenas, si no cientos, de personas: quienes las venden, quienes las construyen, quienes compran los materiales con las que se fabrican. Quizá también de mi trabajo dependa el abultado fondo de campaña política de algún congresista legalmente corrupto, o la estabilidad de empleo de algún milico, de esos que exigen respeto mientras tengan un uniforme puesto, pues como decía la abuela del finado Facundo Cabral, «Habría que acabar con los uniformes que le dan autoridad a cualquiera. ¿Qué es un general desnudo?»
Igualmente sé que no tengo control en absoluto sobre dónde van a parar esas piezas. Quizá terminen en alguna fragata que rescata náufragos en alta mar, quizá en algún avión de combate que derramará bombas sobre edificios de algún territorio tan o más subyugado que mi país… Pero lo que más me irrita es la justificación detrás de toda esta maquinaria extraordinariamente cara, de la cual salpican algunas migajas a quien tiene el descarado «privilegio» de trabajar en ella. La resumió un vendedor, de estos adiestrados para congraciarse con los favorecidos por el poder, de estos fantoches que dicen lo que sea con tal de impresionar a su audiencia por un puñado de dólares. «Lo que todos nosotros facilitamos con nuestro trabajo son herramientas para proteger nuestras libertades… nuestro mundo libre depende de nosotros, y por tanto, es nuestro deber tener estas herramientas -vaya eufemismo, añado yo- disponibles a nuestros clientes, cuando las necesiten…»
Ni soy libre para renunciar al empleo banal que me ha tocado asumir en un país con cerca de 14% de desempleo legal, ni soy libre para decidir mandar tal empleo al cuerno, ni soy libre de emigrar a otro país que no sea los Estados Unidos -al mismo al que 360 mil compatriotas han emigrado en masa en poco más de un lustro. Si quiero renunciar a mi pasaporte gringo, me cobran 2.500 dólares… Mi país apenas tiene con qué pagarnos -si no se lleva antes nuestro dinero en impuestos; y aquellos en el mundo dispuestos a hacer negocio con nosotros no lo pueden hacer sin permiso del gobierno usamericano. Es más, es cuestión de tiempo antes de que una Junta de Control Fiscal, de siete miembros nombrados en Washington, venga a substituir el gobierno establecido en Puerto Rico, con facultades casi omnímodas que no habíamos visto concentradas en un cuerpo rector extranjero desde la dominación española. Para quienes tenemos firmes raíces en Puerto Rico, este relajo de «proteger nuestras libertades» es un miserable chiste de mal gusto.
Pero ese chiste paga las cuentas…