En mi discurrir por el mundo me encuentro con muchas personas que le tienen pánico a la tecnología. Ocurre en todas partes, en algunos países más que en otros. Casi todos los seres humanos que desconfían de la tecnología viven una vida más cómoda gracias a ella, quizá mucho más productiva, y definitivamente mucho más segura. Aún así le temen e incluso la detestan. A algunos, el temor a la tecnología los lleva a la parálisis; ese temor los conduce a elucubrar teorías descabelladas sobre cómo el mundo está amenazado por la tecnología y a intentar predicar su miedo a otros. Quien lo dice seguramente disfruta, e incluso, posee avances tecnológicos, y aun así lo lleva haciendo desde el día en que nació. La queja persiste y persistirá mientras el mundo sea mundo.
Mi interés en este artículo no es hablar precisamente sobre la tecnología –para eso hay publicaciones de sobra. Mi interés aquí es hablar sobre la tecnofobia, que, como todas las fobias, siempre tiene un elemento de fantasía coexistiendo con miedos muy reales, aderezados ambos con algo de desinformación e ignorancia.
Creo que puedo hablar con propiedad del asunto, porque tengo la mala pata de ser ingeniero. Los ingenieros vivimos de crear e implantar tecnología. A veces cometemos el error, como clase profesional, de no pensar en las consecuencias sociológicas de las cosas que implantamos. Usualmente crear e implantar suele ser difícil, y requiere de concentración y dedicación, que –lo confieso a nombre de mis colegas- no ejercemos sobre los aspectos no técnicos de lo que hacemos. Nuestros cánones de ética exigen que pensemos siempre en el bien común de la gente, a la hora de implantar lo que hacemos, y quiero pensar que la mayoría de los ingenieros lo hacemos. Que quien financie o auspicie nuestro trabajo lo quiera hacer… esos son, como decimos en Puerto Rico, “otros veinte pesos.”
Comencemos por lo básico. En griego, “tecnología” quiere decir “estudio de un oficio.” En los tiempos de nuestros ancestros homínidos, seguramente ese “oficio” era sobrevivir. Uno de los primeros actos de tecnología de nuestro mundo fue controlar el fuego. Al controlar el fuego –algo que nuestros antepasados ya hacían hace por lo menos 125.000 años- los homínidos del Pleistoceno pudieron esterilizar su comida, aumentar su consumo de proteína, asustar a uno que otro depredador salvaje, aumentar sus horas de actividad física durante el día y controlar la temperatura de su medio ambiente inmediato, haciendo posible a su vez sobrevivir a climas más agrestes. Eso hizo posible poblar más áreas de la Tierra y aprovechar mejor los recursos de los que disponían.
En las películas que documentan –o satirizan- a los cavernícolas, casi siempre alguno de ellos trataba de molestar a los demás encendiendo una tea y azuzando a los demás miembros de la tribu. Seguramente quien lo hacía no tenía la más remota idea de qué se trataba esta cosa del fuego. Sólo sabía que él, de momento, controlaba algo poderoso. A lo mejor se quemó los dedos experimentando unas cuantas veces, pero llegó a ser tan bueno que se convirtió en el herrero de la tribu, o en el cocinero comunal, o en el especialista en ahuyentar a los enemigos: ya fueran de dos patas, cuatro patas, o dos piernas y una lanza larga. Y por conocer bien el fuego, este pirómano profesional llegó a tener cierto grado de poder entre sus pares. A lo mejor eso le hizo militar en ciernes, o alguien tan indispensable para la tribu como para hacerse de poder económico, o quizá llegar a ser su líder.
Y esa es, precisamente, la primera causa de la Tecnofobia: la tecnología le da poder a quien la controla.
Junte a varios seres humanos que sepan controlar la tecnología, y de momento el colectivo puede hacer cosas asombrosas. La tribu puede de momento irrigar campos de cultivo y multiplicar la comida para que sus miembros sobrevivan el invierno. Puede almacenar esta comida para que dure meses, y protegerla de los elementos. La tribu puede cazar animales a distancia, probablemente evitando que alguno de ellos los convierta en almuerzo. Puede erigir viviendas mejor ajustadas al clima del lugar. En otras palabras, el colectivo puede mejorar sustancialmente su calidad de vida. Pero restrinja el conocimiento sobre estas tecnologías, y con ello usted tendrá poder sobre la vida de la gente. Los monarcas antiguos tuvieron esto en cuenta bastante temprano: quizá por eso los avances tecnológicos que más se recuerdan de los principios de la historia tuvieron que ver con la guerra, y con la creación de monumentos faraónicos (usualmente dedicados al ego de estos monarcas: pirámides, templos, panteones, y engendros similares).
Con el tiempo, el desarrollo de la tecnología requirió de la estructura que sólo le pudo proporcionar el estudio de la ciencia. No solamente este desarrollo exigía –y exige- que uno dedique tiempo a entender cómo funcionan las cosas, sino que también requiere cuestionar todo –por insolente que a veces fuera este ejercicio- y luego tratar de organizar el conocimiento adquirido de tal forma que representara la actividad que se estaba estudiando de forma fiel. Los métodos diseñados para organizar ese pensamiento tienden a causarles migrañas y taquicardia a los meros mortales.
Los científicos, desde entonces, han tenido que enfrentar dos problemas grandes. La investigación y el desarrollo de tecnología se toman su tiempo. Si el producto de estas actividades no es tangible para la gente, la gente tiende a despreciar esta inversión de tiempo. En cambio, cuando el producto sí es tangible, pero su creación requiere romper con las creencias prevalecientes de la gente común, la gente tiende a ver con suspicacia, o incluso a temer, a la ciencia que dio origen a ese producto.
Mencionemos dos ejemplos (de entre miles), que explican ambas situaciones. En primer lugar, si el cálculo (integral o diferencial, el que más usted deteste) no se hubiera inventado, mucho del modelado de toda la ciencia que explica a nuestro mundo no existiría. Muchas fórmulas –esos embelecos esotéricos que explican todo, desde cuán lejos viaja un proyectil hasta cuánto se tarda en hervir un huevo- han sido desarrolladas a partir del cálculo, una actividad humana que requirió cerca de 1.900 años para tan siquiera desarrollar un lenguaje común. Mucha gente no sabe todo el trabajo, la observación y el modelado matemático detrás de la explicación tras estas fórmulas. Para la mayoría, esas fórmulas son el resultado de un solo versículo bíblico: “Y dijo Lucifer: ‘añadámosle letras a la matemática…’” Sin embargo, esas formas son muy útiles. Alguien las tuvo que desarrollar. Seguramente quienes lo hicieron se llevaron el desprecio de padres, hermanos, parejas o vecinos, quienes les veían haciendo garabatos en un papel sin entenderles ni papa de lo que hacían. Hoy día honramos a quienes hacían esos garabatos como padres de ramas completas de la ciencia, pero seguramente entonces la gente les creía unos vagos sofisticados que hablaban eternamente en jeringonza.
Por otro lado, observe los casos de la biología y la medicina. La biología explica mucho sobre nuestras vidas, pero en tiempos pasados estas explicaciones, aunque lógicas, tenían muy poca base científica. Ir más allá para investigar las causas de las enfermedades era cuestionar la voluntad de Dios y, durante mucho tiempo, la medicina encontró una resistencia férrea a su desarrollo de parte de canónigos que creían que el aprender sobre procesos biológicos violaba las leyes divinas. Como resultado, la progresión de la ciencia de aquél entonces, hoy risible cuando se le observa en perspectiva, producía unos resultados penosos para todas las partes envueltas… sobre todo los pacientes.
Por ejemplo, quizá en la edad media ese dolor de panza que usted tiene hoy hubiera sido, al menos según lo explicaría el médico del pueblo, causado por una posesión demoniaca. Con el tiempo, seguramente ese dolor de costado era una acumulación de humores que tenía que ver con las fases de la Luna. A lo mejor, en Nuestramérica, su médico hubiera sido un chamán que recetaba algún yerbajo emético extraño. Si no le curaba el dolor, al menos le distraía de él mientras usted vomitaba hasta el verde de las tripas. Con el tiempo, el dolor era resuelto yendo al barbero, que le desangraba a través de la pierna, sin atender la causa raíz. En tiempos más recientes a lo mejor el gastroenterólogo le inserta a usted un sigmoidoscopio para investigar la causa del dolor. Usted probablemente experimente el mismo grado de terror al ver el tubo de largo considerable que será insertado por donde a usted no le da el Sol, al terror que sentían nuestros antepasados cuando notaban que, de cada cuatro personas al que le daban el emético para curarles el dolor de panza, dos morían, y una quedaba hecho un guiñapo por más de un mes.
El aprender sobre ese dolor –digamos que se tratara de un caso de una diverticulitis- requiere observación, idealmente en sujetos que lo padecieron. Hasta que no aparecieron los rayos X a finales del siglo 19, toda enfermedad era tratada basándose en sus síntomas, si no se aprendía antes sobre ella haciéndole una autopsia a quien padeciera del mal durante su vida. En la Edad Media las autopsias eran imposibles –eran castigadas con la excomunión (pero entonces, algo fácil de resolver hoy día era premiado entonces con la extremaunción…) No en balde la medicina de entonces era tan imprecisa. Y si se trataba de problemas del aparato urogenital (¡uy, sexo!), ni lo piense.
Temprano en mi vida, una vez me llevaron a una tienda de artículos electrónicos, como regalo de cumpleaños. Con el dinero que me obsequiaron compré par de libros de computación, aún sin tener acceso a un computador. Estudié la teoría durante meses, sin tener una máquina enfrente que, hoy día, hubiera sido más estúpida que el teléfono inteligente que a lo mejor usted usa para leer estas líneas. Resulté ser bueno programando, al grado de poderle resolver problemas sencillos de contabilidad, a mis dieciséis años, a chicas universitarias de 22 años. A mi padre, que entre otras cosas era agrimensor, le resolví en 45 minutos un problema de agrimensura que le había tomado cerca de cuatro días resolver a puro papel y lápiz. Pero, con el tiempo, aparecieron las hojas de cálculo, que redujeron el tiempo de resolver ambos problemas a poco más del tiempo que tomaba ingresar los números en la hoja. La frustración que causó en mí el ver que mis esfuerzos de aprendizaje eran ya tan innecesarios me hizo ver otra razón más a la que la gente aduce cuando de tecnofobia se trata: la tecnología cambia demasiado rápido ¿Cómo confiar en algo que es tan mutable?
Muy pocas personas ven las bondades detrás de estos cambios drásticos en la tecnología. No ven, por ejemplo, que ahora disponen de múltiples formas de contactar a otro ser humano (y de forma instantánea, nada menos) que no sean las tradicionales: teléfono (el regular, de voz, el de par de alambres conectados a una cajita en la pared), carta o mensajero. Ahora coexisten el correo electrónico y los mensajes de texto en un teléfono que acompaña a uno, que no suele ser más grande que una barra de jabón, cuando antes conseguir a una persona podía tomar días. Esas mismas personas ven el costo de esos cambios de tecnología, desde luego, y lo detestan… más aún si hace tan solo unos meses gastaron unos cuantos cientos de pesos en la tecnología anterior. No los culpo. Las compañías que lanzan estos avances tecnológicos frecuentes pasan por un trauma muy parecido. Ellas necesitan salir del inventario existente de la tecnología vieja, sin canibalizar las ventas de sus aparatos más recientes, y sin ganarse la mala voluntad de todos aquellos que compraron la tecnología vieja, quizá a sobreprecio.
Sin embargo, el mayor trauma que tiene la gente con la tecnología es notar su creciente dependencia en ella. Los seres humanos no quieren depender, por ejemplo, de un teléfono que recibe todos sus datos personales, detecta todos sus movimientos, y custodia muchos de sus secretos. Con justa razón, los seres humanos sienten miedo que su información personal termine en manos de algún “hacker” ruso, estadounidense o pakistaní que, en cuestión de minutos, pueda desplumar sus cuentas de banco y endeudarles por décadas. No quieren enterarse de que, de momento, algún inmigrante indocumentado a los Estados Hundidos se llama ahora igual que uno, y de momento se compró un televisor de metro y medio diagonal de pantalla a cuenta de las costillas de uno. Ya de por sí era malo que el gobierno dejara de hacerle caso a uno como ciudadano y le considerara solamente cuando presentara evidencia de su número de cédula, DNI, Seguro Social, RUT, o el equivalente en sus países.
Es verdaderamente incómodo que uno sepa que existan bases de datos en distintos lugares del mundo que recogen, no solamente los datos básicos de la existencia de cada ser humano, sino que arman toda una madeja de inferencias sobre sus tendencias y comportamientos. Esos datos valen oro, particularmente cuando su recolección y uso benefician a corporaciones enteras. Más aún asusta que, a la menor provocación, cualquiera puede hacer una búsqueda sobre otra persona en particular en un motor de búsqueda y de pronto pueda obtener todo tipo de datos, desde triviales hasta importantísimos, sobre esa persona.
Sin embargo, se trata de una realidad que vino para quedarse. Hace veinte años, el nombre de cualquier persona era intercambiado entre computadoras unas doce veces al día. Hace diez años, esa frecuencia de transferencias subió a sesenta al día. Hoy día ronda los miles. Si la gente observa prácticas de seguridad personal y de informática que no son difíciles de seguir –y toma conciencia de las malas intenciones de quienes se aprovechan de la buena fe de uno para extraerle datos valiosos, usando lo que comúnmente se conoce como ingeniería social– la posibilidad de ser víctima de un robo de identidad se minimiza grandemente.
Quiero terminar conminándoles a ustedes, nuestros lectores, a que no permitan que la tecnofobia tenga al menos razones válidas para existir. Ustedes, como agentes de cambio, pueden ejercer presión sobre todas aquellas entidades que intervienen en su quehacer diario –ya sean gubernamentales o privadas- para que, ya que van a exponerles a la tecnología de todos modos, al menos la usen para fines éticos. Cuestionen por qué y para qué se recoge cada dato que se colecciona sobre ustedes. Lean la letra pequeña de las notas sobre privacidad adjuntas a cada servicio en la Internet que recoge datos sobre ustedes. Exijan transparencia total a sus gobiernos sobre cómo manejan su información, así como total discreción sobre su información, una vez recogida –esa información no debe ser utilizada para ningún tipo de discrimen. Si ven algún artefacto o procedimiento nuevo con el que ustedes entren en contacto, pregunten –sin temor alguno- para qué sirve y cómo funciona. Después de todo, la tecnología debe estar al servicio de la humanidad y no al revés. De lo contrario, créanme, tienen todos los motivos del mundo para temer.